Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

Seguridad Ciudadana y Sociedad en Chile Contemporáneo. Los delincuentes, las políticas y los sentidos de una sociedad

 

 

Autor
Candina Polomer, Azun
Filiación

Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile

Cita
Candina Polomer, Azun. Seguridad Ciudadana y Sociedad en Chile Contemporáneo. Los delincuentes, las políticas y los sentidos de una sociedad. Revista de Estudios Históricos, Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

1. El “nuevo” delito

En las novelas policiales, los crímenes son cometidos por individuos sagaces que elaboran complicadas estratagemas para acabar con sus víctimas y escapar de la justicia. El ambiente del crimen suele ser refinado: villas campestres, balnearios de invierno o departamentos en famosas ciudades como Londres, París o Nueva York. Los policías son sabuesos que siguen metódicamente las pistas dejadas por los sospechosos. Finalmente, esos policías logran develar el misterio. “El gato entre las palomas” (como se titulaba una de las numerosas novelas de Agatha Christie) es atrapado, y todo vuelve a la coherente y segura normalidad. La versión televisiva de dichas historias no es muy diferente: los policías son arriesgados paladines que persiguen a psicópatas sangrientos o mafiosos millonarios. A veces el mafioso gana, pero no por mucho tiempo. Los poderosos/malvados siempre son castigados. Finalmente, corresponden a un mundo dividido en buenos y malos; en personas decentes y pacíficas (la mayoría) y personas indecentes y violentas (la minoría).

Ese tipo de historias policiales parecen ser las favoritas del público masivo y “global”, y también de la prensa chilena. Los delitos cometidos por asesinos en serie, en la clase alta y/o entre la gente famosa son la primera prioridad de los editores periodísticos chilenos a la hora de publicar esas noticias. Como menciona un trabajo de Cecilia Dastres, un asalto en Las Condes recibe más atención periodística que uno en Conchalí, y si el robo ocurre a un personaje conocido, es “más noticia” que a alguien desconocido. La violencia del asalto o el monto de lo robado son la segunda prioridad a la hora de informar[1].

Lamentablemente (para los editores) los delitos violentos y con resultados fatales son allí poco frecuentes. La gran mayoría de lo que el Ministerio de Interior chileno llama “delitos de mayor connotación social”[2] ocurre en las zonas céntricas y populares de las grandes ciudades. Sus actores son (tanto agresores como víctimas) las personas comunes y corrientes. En Chile, la mayor parte de los homicidios se producen entre hombre jóvenes y bajo la influencia del alcohol o de otras drogas, tanto en el caso del agresor como de la víctima. Según estadísticas de 1999 para el caso de los homicidios, el 95% de los hechores eran hombres y el 44% tenía entre 20 y 29 años. Un 11% no había estudiado nunca, un 46% había cursado parcial, o totalmente la educación básica y sólo un 8% tenía alguna forma de educación superior. De ellos, un 58% tenía antecedentes de delitos contra la propiedad. El perfil de las víctimas de homicidio, era similar: un 16% de ellas tenían entre 10 y 19 años, y un 44%, entre 20 y 29 años. Es decir, un 60% eran jóvenes. En su gran mayoría eran hombres y presentaban bajos niveles educacionales. Los homicidios se cometían principalmente de noche; tres de cada cuatro homicidas se encontraba bajo los efectos del alcohol u otras drogas, y dos de cada tres víctimas también lo estaba [3]. Asimismo, prácticamente todos los “delincuentes profesionales” (cogoteros, asaltantes, lanzas) fueron niños abandonados, que desertaron de la escuela pronto y se iniciaron robando para comer[4]. Asimismo, el enorme porcentaje de las denuncias por abuso policial se registra en contra de hombres jóvenes de sectores populares: obreros, comerciantes ambulantes y jóvenes en edad escolar[5].

Nada de refinados y solitarios asesinos que matan por grandes herencias o para dominar el mundo, como vemos. Y nada de metódicos policías que descubren paso a paso la marca del gato entre las palomas.

La situación de Chile ni lejanamente es la peor de su contexto. Según los cálculos de Naciones Unidas, América Latina es una de las regiones más violentas del mundo en estos términos. Las grandes ciudades latinoamericanas --Ciudad de México, Sao Paulo, Río de Janeiro, Cali, Bogotá-- están entre las ciudades más “peligrosas” del planeta. Según los datos de este organismo, en el período 1996-1999, un 77% de los habitantes de la región fue víctima de delitos comunes en los últimos cinco años, comparado con un 45% en Asia y un 61% en Europa Occidental, y sólo cercano al 74% registrado en África[6]. Se considera que, según las estadísticas, la criminalidad violenta aumentó sostenidamente en la región desde la década de 1970 en adelante.

Mencionando uno de los numerosos ejemplos acerca de cómo estos fenómenos han afectado la vida cotidiana de nuestros habitantes metropolitanos, en Brasil hace unos años atrás se convirtió en un buen negocio vender muñecos (bonecos) de tamaño natural, imitando a un hombre que se instala en el asiento del copiloto y acompaña a las mujeres conductoras solas en Río y Sao Paulo. Su precio podía alcanzar hasta los dos mil dólares, dependiendo de la sofisticación de su hechura[7]. En América Latina, incluso crímenes cuyos blancos solían ser las personas ricas se han vuelto una amenaza para aquellos que tienen mucho menos. El enrejado de calles y pasajes y la contratación de guardias privados ya no es algo que sólo hacen los más ricos. El llamado “secuestro express”, por el cual se exigen rescates de escaso monto o se le obliga a la víctima a vaciar sus tarjetas de crédito, es un fenómeno creciente en las grandes ciudades latinoamericanas.

El delincuente, y en especial el delincuente urbano, se ha transformado en nuestro “monstruo social”. Puede atacar a cualquiera. Basta volver un poco tarde a casa, basta confiar en un desconocido para que ocurra. A veces, no es necesario nada; sólo estar ahí. Las personas no se detienen cuando uno de estos delitos está ocurriendo; es mejor seguir de largo. De todas maneras, no es mucho lo que se puede hacer, y no se sabe qué tan peligroso puede ser ese asaltante. El triángulo clásico de los estudios sobre el delito (agresor-oportunidad-víctima) parece engrosarse y estar en todos los lugares, en todos los horarios, en todas las facetas de la vida. Para el caso de Chile, como escribía Hugo Frühling en 1999,

“El crecimiento de la acción represiva del gobierno y de las actuaciones de los grupos armados concitan preocupación y temor, pero provocan bajos índices de incertidumbre. (...) Lo mismo ocurre con las acciones terroristas, las que sólo en contadas ocasiones afectan a terceros no involucrados en el conflicto político central. Algo distinto ocurre en la actualidad respecto del temor a la delincuencia”[8].

Las encuestas actuales del Ministerio del Interior chileno muestran que, por ejemplo, en el año 1997, un 12% de los encuestados había sido objeto de robo en la calle; un 80% de ellos consideraba que era bastante probable o muy probable que sería víctima de un delito igual en los próximos 12 meses. Con respecto a otro tipo de delitos contra las personas, aproximadamente un 2% de los encuestados revelaron haber sido objeto de una agresión sexual o violación, y un 50% de los mismos pensaba que podía volver a ocurrirle en los próximos 12 meses[9].

De tal manera, estas visiones contienen una paradoja. Mientras se asevera que la delincuencia sí ha aumentado en Chile durante las últimas décadas, y que los debates sobre la seguridad ciudadana son un tema “nuevo” en Chile, se afirma que esta delincuencia no es tan alta como parece, que los niveles de delito y violencia son mucho menores que en otros países latinoamericanos y que la “inseguridad subjetiva” de los chilenos no tiene tanto que ver, en verdad, con índices de criminalidad o violencia muy altos.

¿Qué hay detrás de cierto tras estas informaciones? Refiriéndose a las cifras del delito, el largo ensayo acusatorio de Ramos y Guzmán subraya que en el Chile de la década de 1990,

“... las personas tuvieron más posibilidades de perder su empleo que de sufrir un robo con violencia; de ser víctimas del abuso policial que de ser asesinadas; de que una empresa los engañara (vendiéndoles un producto defectuoso o aplicándoles intereses abusivos) que de ser víctimas de un hurto”[10].

Asimismo, el estudio indica que si las denuncias por robo aumentaron en los últimos 20 años en un 144%, la mayor parte del alza (100%) se produjo en la década de 1980 --antes de la llegada de la democracia-- indicando que las dos mayores aumentos del período se registran coincidiendo con períodos de crisis económica: 1982 y 1998. El hurto, otro delito definido como muy preocupante para los chilenos, tuvo dos grandes períodos de incremento: 1982-1986 (50%) y 1992-1999 (70%). De hecho, entre 1991 y 1994 --cuando se instala con mayor fuerza el discurso público de auge de la delincuencia-- las cifras de hurtos bajaron en el país[11]. Ahora, debe agregarse que desde 1994 hasta el 2000, las denuncias por robo, por ejemplo, aumentaron espectacularmente, sobrepasando los índices de todo el período desde 1944 en adelante[12], como puede observarse en la tabla y el gráfico siguientes:


Denuncias de Robos y Hurtos
Frecuencia y Tasa cada 100.000 habitantes

Año
Población país
Hurtos
Tasa
Robos
Tasa
1948
5.854.715
20.835
355,9
14.935
255,1
1949
5.962.981
22.573
378,6
13.902
233,1
1950
6.081.931
23.584
387,8
14.951
245,8
1951
6.202.797
23.130
372,9
14.907
240,3
1952
6.332.409
21.367
337,4
13.439
212,2
1953
6.469.786
20.381
315,0
13.603
210,3
1954
6.613.955
21.278
321,7
13.578
205,3
1955
6.763.940
22.175
327,8
13.552
200,4
1956
6.920.390
22.194
320,7
14.241
205,8
1957
7.083.958
21.027
296,8
13.916
196,4
1958
7.253.666
19.859
273,8
13.590
187,4
1959
7.428.539
19.528
262,9
13.548
182,4
1960
7.607.600
20.321
267,1
15.145
199,1
1961
7.793.440
19.129
245,5
14.958
191,9
1962
7.986.710
17.606
220,4
14.832
185,7
1963
8.183.524
18.639
227,8
16.129
197,1
1964
8.379.998
20.899
249,4
18.723
223,4
1965
8.572.247
20.454
238,6
19.881
231,9
1966
8.760.948
19.940
227,6
19.773
225,7
1967
8.948.692
17.786
198,8
19.767
220,9
1968
9.134.462
18.070
197,8
19.758
216,3
1969
9.317.241
17.213
184,7
21.298
228,6
1970
9.496.014
17.553
184,8
25.228
265,7
1971
9.669.935
16.513
170,8
27.671
286,2
1972
9.839.683
17.845
181,4
31.597
321,1
1973
10.006.524
17.952
179,4
27.630
276,1
1974
10.171.727
15.848
155,8
21.706
213,4
1975
10.336.560
18.157
175,7
28.698
277,6
1976
10.449.098
17.825
170,6
29.351
280,9
1977
10.658.494
15.705
147,3
26.901
252,4
1978
10.817.638
16.100
148,8
27.765
256,7
1979
10.979.419
15.295
139,3
29.449
268,2
1980
11.146.726
15.514
139,2
31.679
284,2
1981
11.318.558
13.927
123,0
29.398
259,7
1982
11.492.991
14.292
124,4
38.570
335,6
1983
11.671.524
16.979
145,5
45.648
391,1
1984
11.855.655
18.052
152,3
51.747
436,5
1985
12.046.884
21.690
180,0
63.814
529,7
1986
12.246.720
22.082
180,3
71.215
581,5
1987
12.454.160
22.961
184,4
67.831
544,6
1988
12.666.946
19.802
156,3
61.719
487,2
1989
12.882.818
17.685
137,3
61.082
474,1
1990
13.099.513
19.118
145,9
76.719
585,7
1991
13.319.726
18.205
136,7
81.804
614,2
1992
13.544.964
15.457
114,1
74.182
547,7
1993
13.771.187
16.102
116,9
74.779
543,0
1994
13.994.355
17.576
125,6
72.058
514,9
1995
14.210.429
19.769
139,1
72.544
510,5
1996
14.418.864
25.088
174,0
81.694
566,6
1997
14.622.354
24.940
170,6
82.183
562,0
1998
14.821.714
27.559
185,9
87.792
592,3
1999
15.017.760
33.889
225,7
108.494
722,4
2000
15.211.308
40.391
265,5
110.672
727,6

Fuente: Anuario Estadístico de la República de Chile, INE, 1948-1976. Anuario de Estadísticas Policiales de Carabineros de Chile, INE-Carabineros, 1977-200. Estimaciones y Proyecciones de Población 1950-2050, INE-CELADE, 1996.

Sin embargo, estos datos siempre pueden cuestionarse; las denuncias no son los delitos. En algunos de ellos (asalto menor, robo de especies, o incluso otros más serios como las agresiones sexuales o las lesiones) las personas a menudo no denuncian los hechos por distintos motivos: el bajo valor de lo sustraído, evitar engorrosos trámites judiciales o no confiar en que el sistema de justicia les será de ayuda. En el caso del tráfico de drogas, es un hecho reconocido --pero muy poco mensurable cuantitativamente-- que en los lugares donde se concentra, los residentes tienen más reticencia o temor a denunciarlo. Cabe resaltar también la situación inversa: si hay un mejoramiento en la imagen y la eficiencia del sistema de justicia, policía y prevención (a nivel nacional o local) las denuncias también aumentarían; las personas empezarían a considerar que vale la pena denunciar los delitos, y la “cifra negra” disminuiría considerablemente, con una aparente alza delictual que en realidad no es tal[13].

Es por ello que, en el estudio comparado a nivel internacional, el delito de homicidio es utilizado como uno de los más confiables para acercarse a la realidad de violencia de un país, dada su baja tasa de subnotificación o subregistro. Hugo Frühling, en un trabajo publicado el año 2000, presentó las tasas de homicidios por cada cien mil habitantes desde 1944 hasta 1994, basado en las órdenes de investigar de la Policía de Investigaciones de Chile, su relación con el total de las órdenes de investigar por delitos y la población del país. La información entregada en un cuadro muestra que las tasas se mantienen relativamente estables durante 50 años (una tasa que varía de 10 a 6 por cada cien mil habitantes, aproximadamente). Los años en que son más altas son 1946 (10,22), 1947 (10,72) y 1970 (10,2). Se registra una baja durante el período 1990 a 1994. De hecho, los dos últimos años del período investigado (1993-1994) muestran la tasa más baja de todo el período: 4,71 y 4,64 por cada cien mil habitantes[14]. En el período 1994-2000, según la investigación realizada para este trabajo, la tasa de homicidios no aumentó significativamente, e incluso estuvo por debajo del promedio “histórico”, como puede verse en el cuadro y gráfico siguientes:

Homicidios. Ordenes de Investigar y Tasa cada 100.000 habitantes

Año
Población país
Orden de investigar homicidios
Tasa
1994
13.994.355
650
4,64
1995
14.210.429
548
3,86
1996
14.418.864
633
4,39
1997
14.622.354
532
3,64
1998
14.821.714
561
3,78
1999
15.017.760
676
4,50
2000
15.211.308
744
4,89

Fuente: Anuario de Estadísticas Policiales de Investigaciones de Chile, INE-Policía de Investigaciones, 2000. Estimaciones y Proyecciones de Población 1950-2050, INE-CELADE, 1996. Elaboración propia.

2. Los nuevos conceptos: la Seguridad como un estado de la sociedad

¿Cómo llegamos a esta situación? Parte de la respuesta sólo puede buscarse seriamente en los antecedentes histórico- políticos recientes de dicho auge.

Según declaraciones del Subsecretario del Interior el año 2002[15], a comienzos de la década de 1990 el recién asumido gobierno democrático chileno había hecho planes para temas como la vivienda, la salud o la educación pública, pero había un tema que no había sido relevante en su agenda: el control del delito y la violencia y de un término que entonces recién comenzaba a pronunciarse en nuestro medio político: la seguridad ciudadana. Sabemos que la mayor parte del discurso crítico a la Dictadura y de los debates de los años ochenta se habían centrado en otros temas de las arenas social, económica y política: el problema de la marginalidad, el cómo y cuándo se realizaría la transición a la democracia, las cuentas pendientes de abusos contra los derechos humanos, o el modelo económico que adoptaría el Estado. Ni la oposición ni la Dictadura habían prestado especial atención al problema del delito, ni siquiera en las propagandas electorales de los años 1988 y 1990.

En verdad, el primer tema asociado con seguridad ciudadana no fue la delincuencia común ni su “auge”, sino las acciones armadas de grupos radicales de izquierda en los inicios del período democrático. El actor que alzó la voz contra la incapacidad del gobierno para contener las acciones de dichos grupos --asaltos bancarios, asesinatos selectivos y secuestros-- fue precisamente la derecha política, que había pasado a ser oposición. El secuestro de Cristián Edwards y el asesinato del Senador de la Unión Demócrata Independiente (UDI) Jaime Guzmán Errázuriz realizados por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) en 1991, fueron los hechos más relevantes en dicho posicionamiento. Era allí, entonces, donde se situaba también el debate académico. En una publicación hecha por el CINDE en 1992 --titulada Seguridad Ciudadana-- y que reunió artículos de Beltrán Urenda, Hugo Frühling, Augusto Varas, Roberto Durán y Guillermo Sunkel, entre otros, el tema transversal (y principal) era la gobernabilidad y estabilidad del Estado en la recién inaugurada democracia y el debate sobre cómo las acciones terroristas vulneraban la seguridad del Estado y la misma democracia. La delincuencia común fue sólo tangencialmente considerada en dichos trabajos, y como un hecho mucho menos grave que la violencia armada con objetivos políticos[16].

Fue después del virtual desmantelamiento de los grupos armados que seguían funcionando cuando el tema se redirigió hacia la delincuencia común. La dupla seguridad ciudadana-terrorismo prácticamente no volvió a ser mencionada, ni por la oposición ni por el gobierno. Si se revisa la bibliografía más reciente, es como si nunca hubiese existido.

La Fundación Paz Ciudadana, creada por Agustín Edwards en 1992, y que reunía un directorio políticamente amplio recibió, evidentemente, una gran difusión en los medios. Su sitio Web entrega una versión de la historia donde aquel “empujón inicial” también está minimizado:

“A comienzos de la década de 1990, la sociedad chilena enfrentó un fenómeno inesperado de fuerte incremento de la delincuencia, tanto en número de delitos, como en diversificación de sus formas y aumento de la violencia con que muchos de ellos eran perpetrados. Asimismo, se detectaron, en ciertos casos, formas diferentes de organización para la actividad delictiva. Incluso se registraron graves casos de delincuencia extremista que se había supuesto que desaparecería con el restablecimiento de la plena democracia, en ese año y síntomas de expansión de redes de narcotráfico hacia Chile.

El país no estaba preparado para ese fenómeno, ni en el plano psicológico ni en el técnico ni en el institucional. Sobrevino un largo período de debate público, que adquirió fuertes ribetes políticos en muchos momentos, en torno a las causas y responsabilidades por este aumento de la delincuencia”[17].

A partir de allí, el tema de la seguridad asociada al incremento de los delitos se posicionó como un tema fuerte --valga la redundancia-- de la oposición de derecha al gobierno democrático, mientras el gobierno intentaba seguir el ritmo y cumplir el papel que se le demandaba. Las medidas, en líneas gruesas, han sido las siguientes.

En primer lugar, el aumento de los recursos de las policías. El presupuesto de Carabineros e Investigaciones se ha duplicado en los últimos doce años, y la dotación de Carabineros ha aumentado en un 20% en el mismo período.

En segundo término, el gobierno ha creado oficinas y programas dedicados al tema de la seguridad ciudadana, a fin de diseñar políticas a nivel nacional y destinar fondos para la prevención y control del delito a nivel local. Entre estos planes se pueden mencionar, en la actualidad, el Plan Comuna Segura, Compromiso Cien --que libera fondos concursables para planes de prevención del delito a nivel local--, el Programa Barrio Seguro --cuyo objetivo es enfocar recursos en barrios populares fuertemente afectados por fenómenos de narcotráfico y violencia-- y el SIG, sistema en el cual se ingresan los datos de denuncias de las policías y se construyen mapas digitalizados de la criminalidad en las mayores ciudades chilenas.

Por último y en términos del sistema de justicia --uno de los peor evaluados por los ciudadanos en cuanto a su efectividad contra la delincuencia-- Chile está implementando la reforma procesal penal: una reforma integral del procedimiento penal, hoy de carácter inquisitivo, derivándolo hacia uno de carácter acusatorio, basado en los principios de la separación de funciones, la oralidad y la inmediación. Los principales elementos del proyecto son la existencia de un juicio oral a cargo de jueces letrados; la reformulación del Ministerio Público, como elemento indispensable para la acusación; la organización de la Defensoría Pública de los acusados; y las modificaciones orgánicas necesarias a cada reforma. En términos generales, esta reforma busca separar las funciones de investigar y de juzgar, que hoy están radicadas en una sola persona, el Juez del Crimen, de modo que los procesos puedan dar garantías a todos.

Debe decirse que tras estas medidas, no ha existido un solo concepto de seguridad. Para Andrés Domínguez, asesor del Director General de la Policía de Investigaciones y abogado conocido por su participación en el movimiento de derechos humanos chileno, la seguridad no es lo opuesto a los derechos humanos, sino precisamente uno de ellos: el derecho a sentirse seguro, a confiar y a que se ofrezcan todos las garantías de vivir pacíficamente. Para la derecha, el término seguridad ciudadana perdió su connotación de lucha contra los grupos armados de izquierda para transformarse en lo que sigue siendo hasta hoy: la lucha en contra del alza de los delitos y la violencia asociada a ellos, mediante la prevención pero (especialmente en su discurso en la prensa) a partir de una represión más dura, eficiente y rápida.

Existe también un concepto sociológicamente más complejo del problema de la seguridad ciudadana: se trata del de Seguridad Humana, acuñado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En resumidos términos, plantea como hipótesis de trabajo que son las contradicciones de la creciente modernización vivida por Chile la que ha provocado “tensiones” que explican la contradicción entre un país en definitivo y sostenido crecimiento económico, y el creciente “malestar” de los chilenos, que no sienten confianza en el futuro, han perdido lazos sociales y viven crecientes procesos de individuación. En su informe de 1998, dice:

“La Seguridad Humana consistiría, entonces, en la existencia y disposición de los mecanismos sociales que hagan posible la mantención de la complementariedad (el equilibrio) entre esas tensiones... en el caso chileno, podría argumentarse que la supremacía del cuadrante referido a la modernización de los sistemas, en especial de la economía, estaría provocando desconexiones y asintonías entre todos los cuadrantes, afectando sobre todo la subjetividad individual y colectiva”[18].

La utilidad del concepto de Seguridad Humana para políticas basadas en el “ajuste” de la realidad social a las realidades económicas es clara. La seguridad humana permite tratar conflictos estructurales profundos (precarización del empleo, creciente desigualdad social, retirada de servicios sociales para todos) como problemas que en verdad no son tales; se trata sólo de las tensiones provocadas por la modernización del país, la cual es vista y aceptada como un proceso sentado y como la única modernización que podría haberse llevado a cabo. El auge de la delincuencia, el miedo ante el futuro, la vejez, la cesantía y la desconfianza en el Estado son los dolores de ese cambio. Como subrayó Carlos Ruiz en una detallada reflexión a ese respecto,

“La modernización, entendida como la expansión de la racionalidad instrumental al conjunto de la vida social, es lo que otorga a la vida social su eficiencia y dinamismo. Es, por lo tanto, inevitable. Al mismo tiempo, la persona debiera ser el eje y el sujeto de estas transformaciones. Pero esa exigencia choca con la expansión de la racionalidad instrumental”[19].

Esta contradicción está presente incluso en textos críticos de la seguridad ciudadana sólo como control y represión de la delincuencia. En un trabajo de Patricia Arias, se reconoce que la seguridad es un tema multiforme, pero se afirma que:

“Aun cuando la seguridad ciudadana puede extenderse hacia ámbitos tan diversos como los accidentes de tránsito, las catástrofes naturales, la salud pública, los atentados contra el medio ambiente, el desempleo, diversas formas de marginalidad, la delincuencia y otros, es evidente que el núcleo central al que se ha reducido --en tanto causante del sentimiento del sentimiento de inseguridad de la población-- y objeto de la misión urgente del estado, lo constituye la delincuencia y la criminalidad”[20].

Si se examinan los programas de gobierno respecto de la Seguridad Ciudadana, este marco conceptual (y sus contradicciones) está claramente presente en sus análisis. Ello es visible en dos aspectos.

Primero, la Seguridad Ciudadana no es sólo la lucha contra el delito. Es una especie de estado de seguridad, la cual ha sido dividida por los estudios más recientes en la seguridad objetiva y subjetiva. Mientras la (in)seguridad objetiva es la posibilidad real de ser justamente objeto de un acto delictivo, la subjetiva es definida por el temor a esos riesgos, coincida o no con los datos de la realidad. Se arguye que la inseguridad subjetiva es tan dañosa como la objetiva para la sociedad; provoca fragmentación de los lazos sociales, desconfianza entre las personas y hacia las instituciones, pérdida de plusvalía de propiedades y zonas urbanas completas y gastos de seguridad privada que podrían dedicarse a otras actividades[21].

En segundo lugar, los delitos y comportamientos (los “desórdenes sociales”) que el gobierno ha decidido enfrentar como el problema central de la Seguridad Ciudadana son principalmente aquellos relacionados con los delitos directos contra la persona y la propiedad (hurtos, robos, asaltos, homicidios, delitos sexuales, violencia doméstica y tráfico de drogas). Junto a ello, lo que se busca combatir es la inseguridad subjetiva, el miedo a los “otros”, que provocaría individuación y fragmentación social, pérdida de los lazos comunitarios y desconfianza en las instituciones. Debe destacarse allí un hecho de la mayor importancia. La seguridad subjetiva y objetiva no está ligada a otros delitos (o comportamientos) que calzarían bastante bien con las “tensiones” de la modernización propuestas por la seguridad humana. Delitos como la corrupción, la estafa y la violencia institucional no son considerados en la órbita de estos estudios ni estas nuevas instituciones, al menos en el caso chileno. Las encuestas hechas por el gobierno o la oposición no preguntan a las personas si junto a ser objeto de delitos (o temer delitos) como el asalto, la agresión sexual o el robo a sus casas, han sido objeto de estafas, usura o abusos por parte de las autoridades. Por motivos no explícitos, ellos no son considerados delitos de “mayor connotación social”. Una y otra vez, a pesar de las declaraciones generales y abstractas que admiten que la (in)seguridad es un problema amplio y profundo, un hecho social y no un manojo de comportamientos aislados de mentes enfermas, en la práctica las políticas públicas y la investigación académica dedicada al tema vuelve a focalizarse en la prevención y el control de ciertos delitos, en el sistema policial y de justicia, en los menores “en riesgo” y en la rehabilitación de la población reclusa, compuesta muy mayoritariamente por hombres y (en menor porcentaje) mujeres de los sectores populares de las grandes ciudades.

El contexto internacional

Junto a ello, debe mencionarse en esta “nueva” seguridad ciudadana la fuerte influencia internacional en la definición de los problemas de la seguridad: qué es, cómo debe enfrentarse y hasta dónde hay que realizar reformas en dicho sentido. La mayor parte de las iniciativas hoy al uso y del vocabulario para hablar del tema de la seguridad --desde el medio académico hasta la prensa-- se han poblado de términos antes desconocidos y de teorías nuevas, y ninguna de ellas ha sido elaborada en la realidad local, y ni siquiera en la latinoamericana. La policía comunitaria (community policing), las estrategias de Tolerancia Cero (zero tolerance), las estrategias de resolución de problemas (problem solving) y otras, han venido no sólo a Chile, sino a América Latina como un alimento al problema --al parecer insoluble desde el interior-- del delito y su auge. Han sido elaboradas e importadas principalmente en países del hemisferio norte, como Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido y España.

De hecho, la similitud en cuanto a lenguaje e iniciativas de todos los “nuevos programas” de seguridad a nivel hemisférico es notable. Sus objetivos suelen resumirse los siguientes puntos: el aumento de la seguridad objetiva y subjetiva; la reducción de delitos como narcotráfico, homicidio, robo violento a la propiedad y las personas, violencia doméstica y delitos sexuales; y en la reforma de las instituciones existentes (especialmente las policías y el sistema de justicia). Para ello, en prácticamente todos los países se han creado reparticiones gubernamentales específicamente dedicadas al tema de la seguridad (generalmente dependientes de los ministerios del Interior o de Justicia o de instancias locales similares en los municipios o gobernaciones), y se ha estimulado la participación ciudadana a partir de Consejos de Seguridad o Juntas Vecinales de Seguridad. Se busca que estos Consejos sean un espacio de encuentro entre vecinos, funcionarios públicos y policías para lograr el gran objetivo de que las personas participen y colaboren en la prevención del delito y aumenten su confianza en la policía y el sistema de justicia. Asimismo, la informatización y el “mapeamiento” digitalizado de los delitos se han convertido en una técnica reputada como muy valiosa para poder contar con datos “duros” para combatir el delito a nivel urbano, y en particular de las grandes ciudades latinoamericanas.

Un buen ejemplo de esa influencia internacional y de cómo antiguas instituciones han puesto a la Seguridad Ciudadana entre sus objetivos estratégicos en América Latina y Chile, es el comportamiento del BID en los años más recientes. El Banco Interamericano del Desarrollo (BID o IDB, en su sigla en inglés) es una institución que se creó en 1956, para “colaborar a acelerar el desarrollo económico y social en América Latina y el Caribe”. Originalmente creado como una institución de apoyo al desarrollo industrial y agrícola --es decir, con préstamos dedicados al desarrollo productivo de los países latinoamericanos-- el BID ha mantenido una larga relación con Chile, apoyando proyectos de la CORFO y en el período 1974-1989, otorgando préstamos que se dedicaron principalmente al desarrollo de las centrales hidroeléctricas chilenas; “Todos los importantes proyectos hidroeléctricos realizados en el período (Antuco, Colbún-Machicura, Alfalfal, Canutillar y Pehuenche) recibieron aporte financiero del Banco, el que alcanzó en total a US$ 794.3 millones”[22].

La misma página del Banco informa que, a partir de la década de 1990, la situación fue algo diferente. Los préstamos concedidos por el banco se focalizaron, a través del gobierno, en proyectos locales y fueron canalizados a través de instituciones bancarias privadas. El sitio Web de la institución informa que,

“El BID fue un socio clave del gobierno en sus esfuerzos por estimular el desarrollo del país y apoyar sus proyectos de inversión. Chile recibió tres préstamos que sumaron más de US$ 530 millones para apoyar el desarrollo de la pequeña y mediana empresa. El Programa Multisectorial, ejecutado por la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), fue canalizado, a través del sistema financiero, en forma de créditos a mediano y largo plazo a empresas privadas para inversiones en todos los sectores de la economía, a excepción de vivienda y desarrollo urbano. Debido a que CORFO usó la modalidad de intermediación financiera a través de bancos y empresas de leasing --en lugar de la colocación directa de recursos a los sujetos del crédito-- este Programa adicionalmente favoreció el desarrollo del mercado de capitales del país”.

Aunque el BID mantiene como uno de sus principios que su ayuda busca producir cambios significativos en el largo plazo, también acepta que hay condiciones a corto y mediano plazo donde su papel es importante, a través de la asesoría técnica y también del préstamo de fondos. En una entrevista publicada en su sitio institucional, Ricardo Santiago[23] puntualizó que,

“Específicamente en términos de reformas institucionales, el BID busca impulsar la creación de las denominadas “redes de seguridad” que son sistemas que ayudan a los más pobres en circunstancias de crisis de la actividad económica y social. Son dos cosas distintas que el Banco tiene que hacer: una de largo plazo, tratar de crecer, fomentar la competitividad, promover una distribución más equitativa del ingreso, y en lo más inmediato con relación a las crisis es tratar de defender a las poblaciones más vulnerables”.

Es en ese contexto del mediano plazo donde el BID ha ingresado en el tema de la seguridad ciudadana. Allí se enmarca, por ejemplo, el Proyecto BID de apoyo al Programa Barrios Vulnerables, el cual se ejecutará por la División de Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior de Chile. Según la descripción institucional, el préstamo a ser aprobado por el BID involucra la realización de un Programa de Prevención de la Violencia en Barrios Vulnerables, por un total de 15 millones de dólares, de los cuáles 5 son el aporte local y 10 corresponderían a un préstamo del BID. La propuesta del BID es, en resumidos términos, intervenir directamente en dichos a través de lo que se denomina un Enfoque Integral, un Enfoque Participativo, un Enfoque Territorial y un Enfoque Intersectorial. Ello quiere decir, en la práctica, focalizar la intervención en la elevación de la autoestima de las personas y el estímulo a sus propias capacidades, estimular la organización y participación barrial en el programa, identificar la historia propia y las relaciones particulares de los barrios e integrar a nivel local los programas sociales de ministerios y servicios públicos que apoyen a los habitantes (“pobladores”) de estos barrios, especialmente en las áreas de educación, salud, vivienda, recreación y deportes.

Iniciativas no iguales a la anterior, pero basadas en los mismos principios podemos encontrarlas en otros países de América Latina. Una policía más cercana a la comunidad; estímulo a la organización ciudadana para que acepte el tema de la seguridad como un asunto que le es propio y en el que debe participar; financiamiento internacional dedicado a proyectos de corto y mediano plazo, coordinado con los gobiernos, para disminuir la inseguridad o la mala evaluación ciudadana de la seguridad. Como expresó el BID en una publicación de fines de los noventa, la instalación de una postura intermedia: no es posible, tal vez, enfrentar las “causas profundas” de la delincuencia para solucionarla. Sin embargo, el catastrofismo sería lo peor que podría pasarnos: hay que trabajar en planes y medidas concretas que puedan paliar un poco las situaciones de violencia y temor que vivimos.

3. El comportamiento histórico de la seguridad ciudadana como tema de debate en la sociedad chilena

Sin embargo, la caracterización anterior suele adolecer de una omisión importante: el análisis histórico, singular y pormenorizado del discurso hacia el delito, su prevención y control, antes de que la seguridad ciudadana se transformara en una de las “vedettes” de nuestra cotidianeidad. Es decir, cuando delincuentes y penas eran un tema de criminólogos y asistentes sociales, cuando se albergaban en la crónica roja de los periódicos y no en la portada dominical ni en los cinco minutos iniciales del noticiero. Postulamos aquí que profundizar en esa realidad es de la mayor importancia en el contexto actual, tanto para comprender el éxito de la instalación actual de la seguridad ciudadana como para pensar en las rutas posibles que el tema puede seguir más adelante.

Si retrocedemos a la década de 1930, parece haber dos ejes o conductos de entrada básicos para entender las visiones sobre la seguridad y la delincuencia en el Chile de la época; la idea de que la vagancia y la pobreza aumentan y que los modelos tradicionales de familia y moralidad estaban en decadencia. En el decenio 1930-1940, las grandes causas apuntadas de la criminalidad eran tres: las causas morales, de larga data en la explicación de la criminalidad popular chilena[24], las médicas, sosteniéndose que las enfermedades endémicas y hereditarias predisponían al delito, y las sociales, que apuntaban al ambiente negativo que arrastraba a la criminalidad en los sectores populares.

Las “causas morales” del delito eran casi las mismas que se habían apuntado a fines del siglo XIX y comienzos del XX: el medio ambiente “vicioso y pervertido” en que vivía un porcentaje importante del bajo pueblo chileno, donde no recibía una formación moral: familias mal constituidas, con hijos ilegítimos, padres alcohólicos, madres de dudosa moralidad sexual y niños explotados. Salvador Allende los veía como la vastísima zona de la población mal adaptada a la vida social; los “malvivientes”, quienes eran “una etapa de transición entre la honestidad y el delito”[25].

Junto a las anteriores, e indisolublemente ligadas a ellas --pues unas provocan las otras--, las razones de herencia anormal, las llamadas razones médicas: enfermedades venéreas, alcoholismo, epilepsia y tuberculosis[26], que destruían al bajo pueblo. Ellas influían al producir individuos enfermos y predispuestos al delito.

Finalmente, las causas sociales y económicas, también estrechamente relacionadas con las anteriores. Se apuntaba principalmente a dos de ellas: el “industrialismo”, que destruía a la familia tradicional y hacía que los delitos aumentaran en el medio urbano, y la crisis económica de la década de 1930, que hizo aumentar la vagancia y la migración de grupos pobres a los sectores urbanos de la Zona Central, concentrándose en Santiago. Para 1940, Abraham Meerson calculaba 4.000 mendigos adultos para la ciudad de Santiago, y 6.000 individuos que deambulaban por la ciudad sin actividad fija[27]. En opinión de hombres como Meerson, los vagabundos eran “más perversos y viciosos que el delincuente mismo”[28]. Se consideraba que la lucha contra estos flagelos se traduciría inmediatamente en una disminución de la delincuencia[29]. El aumento de la delincuencia --especialmente de los delitos de vagancia, ebriedad, robos y homicidios-- alarmaban a las elites sociales e intelectuales; a fines de los años treinta, Chile se encontraba en una situación crítica, donde todos los índices de criminalidad y reclusión habían aumentado;

“Ello [la falta de bienestar] se debe a que nuestros trabajadores carecen por lo general de sensatez para emplear sus salarios; les gusta comprar, y no saben comprar. Esto, cuando no desperdician malamente el dinero, bebiendo o jugando. Es indispensable guiarlos; conocer la vida del trabajador y su familia; aconsejarlos sobre sus gastos; intervenir en las adquisiciones, y facilitarles la compra de lo que realmente necesitan... entonces, y solo entonces, se habrá terminado con la miseria, y a la vez con el peor factor de la delincuencia chilena”[30].

Quienes reflexionaban y estudiaban el tema de la criminalidad y la seguridad, eran, en su mayoría, médicos (desde el punto de vista de las anormalidades patológicas del criminal) como el caso de Salvador Allende, y estudiantes de derecho y abogados. También se hacían presentes las informaciones originadas en el trabajo de las visitadoras sociales. Al respecto, es interesante mencionar que en la década de 1930 comenzó en Chile la labor de servicio social profesional, y su asistencia al poder Judicial y al servicio de prisiones. Según la memoria de prueba de Renato Fuentealba, la primera escuela de Servicio Social chilena se creó en 1925, bajo la influencia de profesionales belgas[31]. En 1930 se creó Servicio Social de Prisiones, cuya tarea era colaborar con el poder judicial[32]. Allí su tarea sería, por una parte, colaborar en la readaptación del reo, y por otra, ayudar a las familias de los presos y a las víctimas de delitos. Ello a través de encuestas, elaboración de diagnósticos y redacción de informes a presentar al juez[33]. Era una época en la que la sociología, como ciencia social, aun no ingresaba y en la cual los grandes referentes intelectuales eran los estudios europeos de criminología, en las escuelas de Lombroso (ya algo pasado de moda, pero aun citada), Ingenieros y Tarde.

Las alternativas de solución que se planteaban también apuntaban a los ámbitos de la educación para la moralidad y la salud. Se consideraba que el vínculo matrimonial, los buenos valores familiares y la ocupación disminuían exitosamente la criminalidad.

Abraham Meerson apuntaba al valor del matrimonio, como una alternativa que si no solucionaría, al menos disminuiría el impulso delictivo. El matrimonio, aunque no funcionara de manera definitiva, era considerado un buen elemento para detener la perversión “pues obra como elemento inhibitorio en la delincuencia en general”[34] y “este es la repugnancia que tienen todos los delincuentes por el matrimonio; éstos, en su vida llena de azares, prefieren estar libres de todo lazo familiar”[35]. El raciocinio también valía para el caso de las mujeres solteras: su vida más libre, especialmente si trabajaban en fábricas y talleres, las aproximaba al alcohol y el delito[36]. Por ejemplo, afirma este autor, la viuda se distingue en los delitos económicos; eso se explica por su situación desvalida y su necesidad de mantener el hogar, situaciones que la aproximaban al delito[37].

También el alcoholismo recibió una fuerte atención. Junto al vago, el ebrio pobre y urbano era la otra gran amenaza a la vida y la seguridad. En el Chile de los años treinta, había una cantina por cada 193 habitantes, y se destacaba que la mayor parte de los delitos de sangre, como homicidios, uxoricidios y parricidios, se cometían bajo la influencia del alcohol. También la violencia entre conocidos y al interior de la familia --lo que hoy llamaríamos la violencia doméstica-- tenía en la ebriedad su principal causa [38].

Estas interpretaciones estuvieron en la base de las políticas privadas y públicas para enfrentar el delito desde 1940 en adelante. Mientras el enfoque psicopatológico del delito perdió importancia hasta prácticamente desaparecer, lo que podríamos llamar una interpretación social-disciplinaria adquirió cada vez mayor fuerza. Aunque no se refieren específicamente al tema de la inseguridad y la delincuencia, los estudios de Karin Rosemblatt sobre la política familiar del llamado Estado de Compromiso son altamente coherentes con las denuncias y visiones que hemos tratado aquí. El matrimonio y la familia constituida formalmente son vistos como una manera de estabilizar la muy alta movilidad del obrero soltero, y de disminuir su tendencia a los vicios que, para las compañías mineras, era tan amenazante laboralmente como lo era para quienes temían sus delitos:

“... las compañías sintieron la necesidad de inculcarle al hombre un sentido de responsabilidad por su familia e intentaron apartarlo de “vicios”, como el alcohol y el juego, que lo alejaban de sus familiares y lo hacían malgastar su jornal. Para esta tarea, las empresas contrataron visitadoras sociales, cuya misión moralizadora empezaba en la familia y terminaba por formar un trabajador disciplinado”[39].

Asimismo, el Estado también asumió esa postura moralizadora y represiva en relación a los grupos populares, especialmente obreros. El médico Salvador Allende, como Ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social del gobierno de Pedro Aguirre Cerda, fue uno de los principales promotores de la política de incorporación y bienestar de los sectores populares durante dicho gobierno. En su obra más conocida sobre el tema, Allende se refirió a la mortalidad infantil, la ilegitimidad y las enfermedades como una traba importantísima al desarrollo y la integración a la vida ciudadana de los más pobres [40]. Como apunta Rosemblatt, el problema de la salud era para él un problema de seguridad nacional, y “el razonamiento de Allende era parte del sentido común de la época, y, por lo tanto, es difícil determinar si él fue el autor inicial de esa formulación”[41].

También, debido a la alarma producida por el delito, veremos proponer medidas de castigo que intentaban soluciones más acordes con el enfoque social-disciplinario ya mencionado. Adolfo Ibáñez, por ejemplo, propuso en 1940 medidas como las siguientes:


  • Justicia severa y rápida.
  • “Prisión siempre con trabajo”, aconsejando “entregar a los reos a una sección del Ejército, que los vigile, los distribuya, los haga trabajar disciplinadamente y los controle en reclusión severa, pero sin crueldad ni envilecimiento”.
  • “Control efectivo, estricto, del juego y la crónica roja”.
  • Trabajo patronal para estabilizar a los obreros, atención a niños abandonados y una educación sólida[42].


La “lucha contra la delincuencia” era una lucha contra los factores económicos y culturales que la hacían aumentar en los sectores más pobres. Y, en una continuidad muy relevante con el presente, el problema de la criminalidad era mayoritariamente de las clases populares urbanas. Tal como en la actualidad, se subrayaba muy poco un fenómeno paralelo al anterior. Se trata de la impunidad de las clases altas, expresada en la sensación de que los criminales ricos (aun los más violentos) no son castigados en Chile.

También como hoy, dichos casos (escasos) tienen una amplia repercusión mediática. Desde comienzos de siglo hasta los años treinta, se registraron en Chile sonados casos de homicidios, y especialmente uxoricidios, cometidos por hombres de la oligarquía. La prensa les dio una amplia cobertura y se trasformaron, en importante medida, en casos utilizados políticamente, que sirvieron para denunciar las marcadas diferencias sociales en Chile. Varios de ellos[43] fueron polémicos en el más preciso sentido del término; levantaron encendidas proclamas a favor y en contra de los culpables en los periódicos, los magazines, los partidos políticos, los grupos de avanzada social --como las primeras asociaciones feministas-- y la Iglesia.

En especial, hay que mencionar el asesinato de Rebeca Larraín Echeverría, a manos de su esposo Roberto Barceló. El hechor era un destacado gentleman y miembro de la milicia republicana alessandrista. El crimen desató una fuerte campaña pública, donde el eco de los casos anteriores y la intervención de la escritora Inés Echeverría (“Iris”), madre de la víctima (y feminista y alessandrista reconocida) pesaron en una decisión sin precedentes en la historia de Chile; en 1936, Roberto Barceló fue condenado a muerte y fusilado. Por primera y acaso última vez en la historia reciente, un miembro de la oligarquía nacional recibía la pena de muerte por un delito común. El hecho causó estupor en la sociedad chilena, y estuvo sometido a una fuerte incredulidad:

“… según el “Heraldos de Reformación”, folleto del Servicio de Prisiones que cuenta los fusilamientos de la Penitenciaría, costó calmar a los presos después de la ejecución, pues, según ellos, se había llevado a cabo un simulacro en que se usaron sólo balas de fogueo, y que Barceló se había hecho el muerto, que lo habían colocado en un ataúd mal cerrado y llevado al extranjero, "pues él era hombre pudiente y sólo a los humildes se les fusilaba”[44].

Hay que indicar que estos casos fueron una bandera de lucha para dos denuncias centrales: la corrupción y decadencia de la aristocracia decimonónica chilena, y la ineficacia de los aparatos de Justicia, que castigaban al pobre y dejaban en la impunidad a los poderosos. En esos casos, los culpables fueron vistos como productos negativos de las rancias familias chilenas: jóvenes calaveras, dispendiosos y de baja moralidad, que cometieron crímenes violentos contra víctimas indefensas. No fue una casualidad que el fusilamiento de Barceló ocurriese en el gobierno de Alessandri. Y si en las décadas futuras la denuncia a la “aristocracia en decadencia” disminuyó, la percepción de que la Justicia no castigaba a las clases altas siguió vigente.

La idea de que la transformación de Chile en una sociedad urbana y de las desigualdades y desconfianzas que estimularían un alza de los delitos fue desarrollada por Jorge Ahumada y otros intelectuales. Complejizaban así las opiniones previas. Para Ahumada, Chile era un país aun lleno de “resabios feudales”, donde el pueblo estaba acostumbrado a que los poderosos manejasen la ley a su arbitrio y, por lo tanto, donde los ciudadanos estaban siempre dispuestos a burlar a la ley a su favor:

“Chile no se caracteriza por el respeto a las normas de conducta social establecidas en leyes, reglamentos y tradiciones. El sometimiento al mandato envuelto en todas estas expresiones de la voluntad de la mayoría parece ser, según el entender de cada cual, algo a lo que sólo los demás están obligados. La noción de ser privilegiado frente a la ley de la que se provee cada chileno, la facilidad con que se evaden los castigos a que están sujetos los infractores, la filosofía caritativa que inspiró a los legisladores y la total despreocupación por la formación de una ética cívica en la escuela, el liceo y la universidad, constituyen explicaciones satisfactorias de por qué las transgresiones se registran con la misma frecuencia en cosas importantes de la vida que en las cosas nimias”[45].

Por otra parte, y dentro de la misma crítica, se involucró a la prensa; Israel Drapkin, destacado criminólogo de la época, se dolía de la inexactitud de la prensa, que alarmaba a la población con su crónica roja sensacionalista, y editoriales sin mayor fundamento en sus afirmaciones sobre la delincuencia. Para él, la prensa era uno de los principales fundamentos de la democracia y de la educación ciudadana, pero ¿qué ocurre si la prensa escribe y opina con poca seriedad? En su obra Prensa y Criminalidad, Drapkin ejemplificaba esa situación:

“… con relativa frecuencia se citan en los editoriales las cifras referentes al volumen de nuestra criminalidad. Ello no tendría nada de particular y hasta resultaría útil, si no se modificara el sentido de las cifras que se comentan. Sabemos que estadísticamente se ha establecido que durante el año 1953 fueron detenidos en el país 477.482 ciudadanos... [lo que equivalía a un 7, 76% de la población chilena] ... Basados en estas cifras hubo editoriales que clamaban por un mayor rigor en la aplicación de medidas represivas, en atención al tremendo número de ‘delincuentes’ que indican estas estadísticas. En brillante pirotecnia se dilataban estos editoriales en argumentaciones sobre la impunidad del delito, la necesidad de mayor severidad en las penas e incrementar las fuerzas policiales. Con esto se logra crear un clima de alarma y desconcierto que en forma alguna contribuye a la solución racional del problema”.

Drapkin apuntaba que “de ellos, sólo 37.452 sujetos fueron detenidos por crímenes y simples delitos, lo que equivale a un 7, 84% del número total de aprehendidos. ¿Es así como algunos diarios entienden la tan defendida libertad de prensa?”[46]. Asimismo, se refería a los continuos editoriales en contra de la libertad condicional:

“deseamos mencionar como en casi todos ellos se combate esta institución penal con un entusiasmo y una perseverancia que sólo encuentran parangón en la carencia de documentación seria y la apriorística argumentación que esgrimen sus redactores. Jamás recordamos haber encontrado la cita de una sola cifra estadística o la opinión de un magistrado, de un penalista u otro experto”[47].

Julio Peña, abogado del Servicio de Prisiones, también hizo énfasis en dicho punto, las contradicciones en cuanto a la opinión sobre la delincuencia, que es índice de la falta de estudios sistemáticos: “no existe todavía en la realidad chilena un conocimiento exacto del problema”, sostenía don Julio Phillippi al inaugurar las Cuartas Jornadas de Ciencias penales, que organizara el Instituto de Ciencias Penales. Y agregaba: “ello ha conducido a que, en no pocas ocasiones, a presentar un cuadro deformado de esa realidad al exagerarse su gravedad o al no concederle la importancia que correspondía”[48].

Para autores como Drapkin y Ahumada, así como para los especialistas en el tema de la delincuencia infantil que veremos en el punto siguiente, la solución estaba en la educación del pueblo, en disminuir las penas carcelarias y en la creación de otro tipo de castigos, como los trabajos obligatorios.

La década de 1950 fue, además, un período en que se estructuraron legislaciones expresas de control hacia los grupos --y no sólo los individuos-- considerados de alta peligrosidad social. La Ley Nº 11.625 de Estados Antisociales, aprobada el 4 de octubre de 1954, nació como iniciativa del gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952), y fue aprobada en el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958). Es un excelente reflejo de una cúpula gobernante que había decidido tomar medidas más directas y acordes con el pensamiento de la época al respecto.

Con el propósito de detener el delito del robo con violencia en las personas[49], se tomaron medidas contra grupos que, tarde o temprano, estarían condenados a incurrir en tal situación. Se aborda por primera vez en Chile, y de manera integral, el tema de los ‘estados antisociales’, entendidos como “situaciones por las que atraviesan determinadas personas, que constituyen, realmente, un peligro para la sociedad y que son, por así decirlo, el caldo de cultivo de delincuentes, de gente que más tarde ha de cometer delitos”[50]. Los penalizados eran los homosexuales, los toxicómanos, los vagos, los ebrios, los que falseasen su identidad y aquellos que ya habían sido condenados y se encontraban en situaciones sospechosas, como poseer bienes cuyo origen no pudiesen justificar claramente. Además, la ley contenía reformas al proceso penal que agilizaban la condena de los culpables.

Esta ley, en cierta manera, recogía las ideas que ya circulaban en las elites de la época; más que recluidos en las cárceles tradicionales, este tipo de infractores debían ser condenados a trabajos forzados o a ausentarse de sus lugares de residencia habitual. El artículo 3° determinaba las “medidas de seguridad”:


  • Internación en casa de trabajo agrícola, que no exceda los cinco años.
  • Internación curativa en establecimientos adecuados por “tiempo absolutamente indeterminado”.
  • Obligación de declarar domicilio o de residir obligatoriamente en un lugar determinado por un tiempo que no podrá exceder a cinco años.
  • Prohibición de residir en lugar o región determinados por un plazo no superior a cinco años.
  • Sujeción a vigilancia del Patronato de Reos por un tiempo no superior a cinco años.
  • Caución de conducta por un tiempo que no podrá exceder a cinco años.
  • Multa de quinientos a cincuenta mil pesos e incautación de dinero y efectos.


Por lo tanto, la Ley de Estados Antisociales tenía dos objetivos: prevenir penalizando aquellas conductas sociales que se consideraban de hecho como un delito, y por otro, agilizar la denuncia y el castigo del robo callejero con violencia, que alarmaba a la opinión pública: “así no volverá a suceder lo que muchas veces hemos visto: que los transeúntes no se atreven a oponerse al que está cometiendo estos delitos, por no caer en alguna responsabilidad penal. Se castiga como delito consumado la tentativa de estos atentados contra las personas”[51].

Es decir, la ley declaraba expresamente que el Estado chileno había decidido tomar una posición dura contra los grupos de peligrosidad social: homosexuales, adictos, vagos y reincidentes, que fueron así considerados delincuentes per se, aunque no se los sorprendiese en comisión flagrante de delito. Esta ley, derogada formalmente sólo en 1994[52], es quizás el mejor ejemplo de la mezcla de moralización y temor, de represión e intento de modernización que caracterizó a la preocupación por la seguridad ciudadana en el período.

El reemplazo por la violencia política

¿Qué ocurrió después de los años cincuenta? A nivel exploratorio y en una hipótesis que debe investigarse con mayor acuciosidad y profundidad, entre los años sesenta y los ochenta, la delincuencia “pura” parece haber pasado a un remoto segundo plano. Hablar de “seguridad” se transformó, para los sectores derechistas y luego para los partidarios de la Dictadura, en hablar de “seguridad interior del Estado”, es decir, de la amenaza y el necesario control a los elementos subversivos. Asimismo, hablar de “seguridad” para los sectores de izquierda y centro --los opositores a ella-- se refirió a la represión contra los sectores populares y de izquierda. La delincuencia, aparentemente, no fue para los chilenos una de sus grandes preocupaciones. Pareció haber en Chile, durante muy largo tiempo, situaciones y personas mucho peores y más peligrosas que los asaltantes, los borrachos o los niños vagos que robaban en las calles.

En estas páginas no profundizaremos en el carácter específicamente político de este tipo de violencia, es decir, en las coyunturas o continuos histórico-políticos de fondo que la han provocado; ello excedería y desbordaría nuestro tema. La violencia política nos interesa aquí como problema que progresivamente afectó al sentimiento de seguridad de una sociedad, como miedo a las multitudes desbordadas y a los pobres, y como percepción de un gobierno ineficiente a la hora de manejar esos peligros generales.

Postulamos entonces que la violencia delictual reapareció recién como un tema académica y políticamente importante en la década de 1980. Lentamente, de manera subyacente en estudios cuyo sujeto de estudio central no era la delincuencia ni su “alza” (o “baja”), empezaron a aparecer los delincuentes o potenciales delincuentes populares como una amenaza creciente. Entre estos estudios, es en especial destacable el trabajo realizado por SUR Profesionales, con sus textos sobre la violencia en Chile desde 1947 hasta la década de los ochenta. El trabajo de Gabriel Salazar, basado en la teoría de la emergencia o estallidos de violencia popular continuos en la vida política chilena[53], es un compendio de los hechos de violencia política popular (VPP) en dicho período. Asimismo, el trabajo de Martínez, Tironi y Weinstein revisa la discusión en torno al origen de la violencia popular en Chile, especialmente en el caso de Santiago. En un trabajo de encuesta, detectaron que los índices de agresividad contenida y expresada por los sectores pobres eran altos. Con respecto a comportamientos delictuales, se destaca que:

“Más de un tercio de los encuestados se mostró parcial o totalmente de acuerdo con la afirmación de que “cuando uno no tiene a quien recurrir, no queda otra que hacerse justicia con las propias manos’; vale decir, se mostró partidario del uso de la fuerza en situaciones de impotencia. A su vez, también un tercio se proyectó favorablemente a su empleo (“yo estoy contra la violencia, pero comprendo a los jóvenes que la usan”) ... Llama la atención también que, ante una pregunta donde se pide a los encuestados definirse expresamente ante la legitimidad de un padre para asaltar un supermercado en día de protesta con el fin de alimentar a sus hijos, sólo un quinto juzga esa situación como delictual, más de la mitad la estima una conducta comprensible, y más del 16 por ciento de los encuestados declara que ese acto corresponde a un imperativo moral (“es lo que todo padre debe hacer”)”[54].

Junto a ello, “el joven delincuente”, como amenaza a la paz social, empezó a perfilarse con fuerza como un interesante (y antes abandonado) sujeto de estudio sociológico en el Chile que se asomaba dificultosamente a la democracia. No nos encontramos ya con la definición sólo de “menores en situación irregular”, con “el niño vago y en peligro” como ocurría en décadas pasadas; el joven delincuente se transformó en un personaje bastante más definido y perturbador. Mencionar los estudios al respecto es una labor que rebasaría ampliamente este trabajo, pero en resumen, podemos afirmar que se manejó un enfoque y una imagen común a la mayoría de ellos: se trataba de un joven escéptico ante la política, la ley y el respeto a la autoridad. Venía de las poblaciones marginales, no tenía, o no creía tener, un futuro auspicioso y muy a menudo consumía drogas; especialmente una nueva, la pasta base de cocaína, lo que lo volvía impredecible y violento con suma facilidad. Se trataba, para algunos intelectuales, de los hijos bastardos y no amados de la dictadura:

“la sociedad chilena post autoritaria ha comenzado a tomar conciencia de que la realidad juvenil, sobre todo en las áreas urbanas marginalizadas, se ha vuelto problemática. Y con el agravante de que son las áreas más populosas y de mayor crecimiento. La delincuencia, el alcoholismo y la drogadicción han sido la señal de alarma para que el conjunto de la sociedad, o mejor dicho los adultos, reparen en la existencia del mundo traumatizado de los jóvenes. Naturalmente, estos han sido percibidos más como una amenaza que como una llaga social. Sin embargo, son el síntoma de una realidad más compleja, que apunta hacia responsabilidades de otro tipo”[55].

Son, para quienes se han ocupado de tratar de explicarlos, el producto de casi dos décadas de represión violenta contra sus poblaciones y villas, del retroceso de las políticas sociales de salud y educación, de la inestabilidad laboral de sus padres y del abandono de sus madres. Son, a su vez, principales actores de una delincuencia considerada “sin sentido”, debido a las magras ganancias que obtienen de delitos sumamente violentos.

Ya en esas citas está presente el otro gran fenómeno nuevo de las décadas de 1980 y 1990; el aumento del narcotráfico y sus redes de corrupción anexas como un problema serio en el país. Durante años, el problema del narcotráfico fue considerado un punto lejano, una realidad de otras realidades, como la peruana y la colombiana, hablando de América Latina, y la norteamericana, saliendo de nuestro subcontinente. Al parecer, Chile mantuvo su percepción de país “a salvo” de esos flagelos, escasamente consumidor de drogas duras y, menos aun, de país de traficantes y de lavado de dinero.

A partir de los años ochenta, dicha percepción cambió. Dentro de ello, el aumento del consumo de drogas más duras, como la pasta base (PBC) y la cocaína fue visto como el más preocupante. Dice un estudio que:

“según antecedentes aportados por la Brigada de Narcóticos, habría evidencia de tráfico de PBC desde 1983 (Mass y Kirkberg, 1990). Según un estudio realizado por estos autores desde el punto de vista del sector salud, en 1984 no existía en Iquique y Arica mayor preocupación por el consumo de PBC. Sería a fines de 1985 cuando los encargados de salud mental y otros organismos de la ciudad de Arica se alertaron por los primeros indicios locales de lo que sería esta epidemia”.

Siguiendo a estos autores, a fines de 1987 se habrían detectado numerosos casos de tóxico-adicción en Iquique, mientras que en Arica el consumo masivo se consolidaba con forma epidémica. Desde esa fecha, el consumo se extendería al resto del país[56].

Como característica, tal vez más preocupante de este problema, está la “angustia” generada por el consumo de PBC. La PBC produce una satisfacción breve, seguida por estados de depresión y violenta necesidad de la droga, durante el que cualquier cosa es posible con tal de conseguir una nueva dosis. El “pastero” se transforma en un inadaptado permanente, hostil incluso a su propio medio espacial y social:

“... en la localidad del “enganchado” se disputa cierta legitimidad del consumo frente a otras identidades populares que lo sanciona y lo marginan. Es un medio social penetrado también por la amenaza policial y carcelaria. En tal contexto, la penalización pena. La sanción social aísla. Mejor no hablar de lo que es mejor no hablar. En un espacio social, urbano y popular también marcado por una historia de alzada, los pastabaseros figuran como identidades al margen extraviadas en el limbo de la “drogadicción”. Totalmente disímiles a sectores con conciencia crítica que en los ochenta desplegaron comportamientos colectivos contestatarios a condiciones de vida espantosas”[57].

Se ha hablado también de la formación de “carteles” poblacionales, donde a la delincuencia habitual chilena, de robo, asalto y “cogoteo”, se ha sumado la de los vendedores de droga, las pandillas de adictos y su violento comportamiento. En la publicación ya mencionada, encontramos el estudio antropológico titulado “Historia de vida de un vendedor de pasta base”[58]. En él, se transcribe el testimonio de vida de un poblador de 52 años. Después de una temporada en la cárcel por otros delitos, hace algunos años se integró al circuito de vendedores de droga, donde la tensión es enorme y la tarea, un producto de las necesidades cotidianas:

“Así me metí en el tráfico. Unos cuñados míos de La Legua me alumbraron, que convenía y yo, que no quería salir más a la calle, no me quedó otra. Así es que empecé a vender marihuana hace varios años, también algunas pepas, hasta que salió la pasta base. Mi señora tampoco quería, pero tuvimos que meternos; nosotros tenemos cuatro hijos...”[59].

Ha crecido también la idea de calles más peligrosas, especialmente en las grandes ciudades como Santiago. Prácticamente todas las semanas, la televisión muestra las imágenes de ladrones que asaltan --impunemente, se resalta-- en la entrada de estaciones de metro y calles céntricas. En este renglón, el comercio informal callejero creciente tiene importancia. El comerciante ambulante es visto como un ladrón en potencia o, al menos, como un “amigo de los delincuentes”, y está en permanente conflicto con el gobierno municipal y los carabineros.

Un buen ejemplo de este tipo de percepciones se encuentra en el “Informe sobre la Decencia”, publicado en 1996. A partir de un trabajo de recopilación y análisis de testimonios de hombres y mujeres que trabajan de manera formal e informal en el Gran Santiago, se plantea la hipótesis de una “cultura de la pobreza” y una “cultura de la decencia”; ésta última diferenciaría dentro de los mismos sectores pobres a aquellos que se consideran no marginales, sino miembros honestos y respetables de la sociedad. El estudio planta que, dentro de grupos como los comerciantes ambulantes, la represión de que son objeto llevaría a que rápidamente sean “tentados” a dejar de ser “decentes”; son tratados como delincuentes por la policía y por la municipalidad. Entre ellos, es poderosa la denuncia de ser mal vistos por la sociedad, ser confundidos con los delincuentes y ser perseguidos por las autoridades:

“… el principal problema de esta imagen que la sociedad tiene de ellos es el de la represión consecuente, y personifican ambas dimensiones claramente en el alcalde de Santiago. No lo ven como un problema legislativo nacional, sino local. A su vez, su relación cotidiana de lucha con la sociedad se expresa en el lenguaje de violencia con que describen su relación con la policía: debido al maltrato que han recibido de carabineros, afirman odiarlos, y cuentan que se alegran cuando uno de ellos muere en un atentado. No es solamente el hecho de que los lleven presos les cobren multas, sino que los golpeen hasta dejarlos con hematomas, coimeen, o bien que los carguen con mercadería que no les pertenecen”[60].

Tampoco confían en los beneficios estatales. Se acumulan los testimonios en contra del manejo de los subsidios habitacionales, único beneficio considerado realmente importante. En todo caso, afirman, “sólo van a obtener beneficios los que se “mueven”: si no, de ningún modo se consigue la ayuda”[61].

En resumen, podemos advertir en esta somera revisión que es la gente de la calle y los adictos de diverso tipo quienes han sido la suma de los miedos y el objeto de las políticas de seguridad en las ciudades chilenas del siglo XX. Las causas y las soluciones han variado; desde el diagnóstico moral al diagnóstico sociológico, desde la crisis provocada por la misma urbanización hasta la crisis provocada por la dictadura, y luego por la democracia y sus faltas de sentido. Como una constante, la hipótesis de víctimas/victimarios ha seguido vigente.

4. La seguridad revisitada: la perspectiva global y la turbulencia local de los enfoques actuales

En 1994, Martin Hopenhayn veía el crecimiento de la violencia delictual urbana como una de las posibilidades de la instalación de estructuras laborales y de convivencia neoliberales en América Latina. Este tipo de violencia vendría de aquellos que no son ni apocalípticos ni integrados, y además son jóvenes y pobres; no odian al sistema, no desprecian a la sociedad de consumo ni su brillo seductor, sino que desesperan justamente porque no tienen acceso a ella por medios legales, y recurren fácilmente a los que no lo son. En ese año, Hopenhayn escribía:

“El drama de la inseguridad ciudadana se extenderá hacia ciudades de tradición pacífica --como ya lo está haciendo en Buenos Aires y Santiago de Chile-- y dará un fundamento muy concreto a la paranoia general. (...) Lo privado se hará cada vez más público y lo público cada vez más policiaco. La muerte por agresión física rondará como fantasma los sueños de la gente. A la reacción desde abajo frente a la violencia institucionalizada o la violencia implícita en la injusta distribución de la riqueza, sobreviene una nueva contra-reacción desde arriba, mucho más despiadada”[62].

Su profecía no parece estar errada. Y la opinión de Hopenhayn no es aislada; la mayor parte de los estudios críticos a la instalación de la globalización neoliberal postulan una relación directa entre modernización/globalización y aumento de la criminalidad violenta. Autores que hacen una dura crítica a la globalización manejada desde las instituciones financieras internacionales, como Joseph Stiglitz, atribuyen el aumento de los índices de delitos a las brutales medidas de ajuste económico impuestas a los países más pobres por poderosas instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional[63]. Zygmunt Bauman, crítico bastante feroz de las políticas thatcherianas y de Reagan durante los ochenta en Inglaterra y Estados Unidos, hace la misma relación: es el retroceso del Estado de Bienestar, de las políticas de empleo, salud y vivienda para todos lo que ha hecho estallar la criminalidad, y abarrotar las cárceles de condenados por delitos violentos contra las personas, y también ha logrado que todos aquellos que no pueden pagar servicios privados sean vistos como una injustificable carga social por aquellos que sí pueden hacerlo[64]. Nuestras sociedades se han convertido, como decía Beck a fines del siglo XX, en sociedades que han pasado de la solidaridad de la miseria a la solidaridad del miedo; de la sociedad de clases cuyo sistema axiológico era la sociedad “desigual”, a la sociedad del riesgo, cuyo sistema axiológico es el de la sociedad “insegura”. Sus fines no son positivos, como en la anterior; la utopía de la seguridad es negativa y defensiva. Ya no se trata de lograr lo mejor para todos, sino sólo de evitar lo peor:

“El sueño de la sociedad de clases es que todos quieren y deben participar del pastel. El objetivo de la sociedad del riesgo es que todos han de ser protegidos del veneno”[65].

Cerrando el círculo de lo ya tratado, vale la pena examinar los motivos de esa seguridad rampante en nuestros días.

En primer lugar, hay que mencionar que la gran capacidad amedrentadora de la delincuencia ha sido poderosamente explotada en nuestra sociedad. Los especialistas pueden insistir una y otra vez --como hicieron en décadas pasadas-- que los asaltos sangrientos ocurren poco y que la prensa no es seria ni precisa al tratar estos temas. Pero no es necesario que se cometa un homicidio diario en nuestra calle para temerlo; basta saber que hay asesinos sueltos. Tampoco consolará a la mayoría el hecho de que muchos delincuentes violentos tienen historias difíciles y hasta conmovedoras. ¿En que incidirá, al temer que alguien amenace a mi familia con un arma de fuego, que yo entienda que el delincuente es producto de una sociedad de desigualdades?

En segundo término, se trata un tema coherente con la visión de la instalación del neoliberalismo, la globalización de la economía y los problemas asociados como una suerte de glaciación. Es decir, como un fenómeno natural e inevitable, que no puede ser cuestionado por nosotros desde nuestras capacidades humanas: no podemos cambiar el clima, como no podemos cambiar la rotación y traslación del planeta. Tampoco podemos cambiar la crisis y el fracaso del socialismo y del Estado de Bienestar, el avance de la tecnología y la astucia del mercado. No nos queda más que adaptarnos, y tratar, sin cuestionar las situaciones de fondo que los producen, de paliar sus embates de la mejor manera posible. Frente al tema de la delincuencia, no hay otro camino que apostar a medidas de modernización de la gestión penal y policial, intentar que los individuos se sientan “comunidad” para enfrentar el delito y esperar que, con suerte, esas medidas disminuyan los índices criminales.

Luego, debe reconocerse que esta instalación encontró en Chile un terreno históricamente fértil. En Chile ha existido una larga tradición que --como hemos visto-- se ha movido de lo social/disciplinario a lo legal/represivo, pero nunca ha dejado que la delincuencia como hecho social (y no como anormalidad individual) gane la batalla en las políticas públicas ni las leyes. Es decir, generando estudios no sólo sobre cómo y cuando prevenir y reprimir conductas concretas, sino reflexionado e investigando sobre la delincuencia como una de las maneras en que nos reproducimos y vivimos colectivamente. El comercio informal es un buen ejemplo de lo anterior; un comerciante ambulante informal es alguien que rompe la ley. Se instala en las calles sin permiso, no paga impuestos y a menudo su misma mercancía puede ser ilegal --como en el caso de libros y discos compactos “piratas”--. De tal manera, son perseguidos, detenidos, multados y a veces físicamente maltratados. Sin embargo, probablemente decenas de distribuidoras venden mercancía a los comerciantes de la calle, y miles de personas (decentes y legales) compran sus productos cada día. Quizás podríamos decir lo mismo de un desvalijador de casas, de un asaltante del centro de Santiago o de un traficante de drogas. Sus “productos” tienen un mercado; de no haberlo, su arriesgada actividad no tendría ningún sentido.

Por último, los sectores críticos a las políticas represivas no han sido, al mismo tiempo, ricos en producir modelos alternativos a los triunfantes. Los organismos del law enforcement no han sido precisamente sus sujetos de estudio favoritos, salvo para denunciarlos como el brazo ejecutor de las políticas represivas de los gobiernos. Tenemos en Chile numerosos estudios sobre la represión a individuos y grupos rebeldes, revoltosos y “malentretenidos”; sabemos también como la represión y el disciplinamiento han caído sobre ellos y los ha encerrado en las cárceles, los ha relegado a regiones lejanas del país y los ha empujado incluso a huir de él. Lo que nos falta son investigaciones acerca de cómo se constituyen los organismos que diseñan y ejercen el control de los delitos y la violencia, cuál ha sido la aceptación social de los mismos, y, lo más importante, cómo generar otras propuestas de trabajo a ese respecto. Implícitamente, los sectores más críticos han parecido aceptar sin mayores discusiones que haciendo desaparecer la “justicia de clase” desaparecería el abuso de la autoridad, y que la delincuencia es y será un tema menor que también, casi mecánicamente, se volvería aun más pequeño si aumentan el acceso a las oportunidades y la seguridad social.

Estas omisiones han contribuido a la instalación hegemónica de los enfoques reduccionistas actuales. Hoy en día, ningún Estado y ningún gobierno puede minimizar (sin un alto costo político) el problema del delito, y particularmente del delito violento. Aunque se entienda a los delincuentes como parte de la sociedad, aunque se reconozca que los fenómenos y cambios estructurales de la sociedad tienen una incidencia sobre el carácter y crecimiento de la delincuencia y la violencia asociada a ella, ningún Estado de derecho y prácticamente ninguna sociedad humana organizada ha dejado de castigar (de alguna manera) los hechos considerados delitos dentro de ella, ni de construir mecanismos para disminuir y reprimir la violencia que considera ilegítima. El concepto de que hay comportamientos que pueden ser explicados socialmente, pero que no pueden permitirse ni dejarse al libre arbitrio de los individuos atraviesa a las sociedades humanas.

En nuestra contemporaneidad la situación no es diferente. Sectores progresistas pueden declararse contra la pena de muerte, la disminución de la edad penal de los inculpados o el aumento de recintos carcelarios, entendiendo dichas medidas como penalizaciones exageradas e inoperantes. Al mismo tiempo, esos sectores pueden estar de acuerdo con la tipificación de la violencia doméstica, el acoso sexual o la emisión de gases contaminantes como delitos. Es decir, con penalizar legalmente comportamientos que hasta hace no mucho tiempo eran considerados “normales” en nuestras sociedades. En esa línea, el adulterio (condenado por siglos como delito en distintas culturas) puede ser considerado una situación privada donde la ley no tiene por qué intervenir, y a la vez puede juzgarse que golpear a una esposa es un verdadero crimen que debe denunciarse y castigarse. Pero, ¿por qué agredir físicamente a un cónyuge es merecedor de castigo, y no lo es engañarlo con otras personas?

El objetivo de estas observaciones no es responder a esas preguntas, sino subrayar esa característica de las sociedades; lo que consideramos legalmente punible cambia. En el tema de la seguridad ciudadana y el control ejercido por las instituciones que esgrimen la fuerza, esta paradoja es constante y relevante. Al mismo tiempo, cualquier persona que alguna vez haya ejercido alguna autoridad, sabe lo difícil que es conciliar la línea entre el castigo de los (cambiantes) comportamientos reprobados y la mantención de los derechos individuales y ciudadanos de todas las personas, particularmente, si consideramos que no vivimos en pequeñas y homogéneas comunidades (si tal portento existe) sino en Estados, regiones y megaciudades donde conviven millones de habitantes en muy distintas situaciones socioeconómicas, y con distintas creencias, modos de vida y opiniones sobre qué es delito, qué es violencia y en qué debe dejar que la ley y sus herramientas intervengan en sus vidas.

Probablemente ese es el problema de fondo del tema de la seguridad en el Chile de nuestros días. Por una parte, se ha instalado una propuesta híbrida de ella, donde los componentes tradicionales (más policías, más penas, más cárceles) se combinan con componentes venidos de la modernización de la gestión y la lucha por la legitimidad de los regímenes políticos (pedagogía a la comunidad, elaboración de indicadores de gestión, fondos concursables) sobre una base de análisis situacionales y de amedrentamiento creciente a partir de la prensa, que insiste en mostrar la situación delictual como un “boom” incontrolable y que se centra en determinado tipo de delitos y de violencia, como los delitos callejeros cometidos por los jóvenes más pobres, dejando en lugar secundario los llamados delitos de cuello blanco y la violencia institucional. El tema de la Seguridad Ciudadana, a diferencia de sus antepasados (la Doctrina de la Seguridad Nacional) o de sus parientes fuera de las fronteras (la Seguridad Hemisférica, la Seguridad Global) es un tema de gobernabilidad interna. Es difícil presentarse al mundo como una zona segura para la inversión y el crecimiento cuando la violencia delictual se descontrola, cuando las ciudades se vuelven locas, cuando las encuestas de Naciones Unidas muestran a América Latina como un territorio peligroso y las guías turísticas indican a los viajeros que no se alejen de los hoteles ni porten sus pertenencias de valor. Y cuando nosotros, los ciudadanos, empezamos a ser convencidos una y otra vez que los asaltos, robos y homicidios son uno de los problemas más graves de nuestra cotidianeidad: peor que la violencia institucional, que la corrupción, que la miseria, que la contaminación del aire, la comida y el agua. Y cuando se nos convence, además, que el problema es nuevo, y que antes no vivíamos de esta manera.

El papel pendiente de los cientistas sociales en estos temas es enorme. Es muy poco lo que sabemos de cómo, en la particularidad de nuestra historia reciente, los delincuentes --esos aparentes “antisociales”-- han sido parte activa de nuestra sociedad. Es muy poco lo que sabemos también de cómo quienes trabajan directamente con ellos han intentado hacer su trabajo, y con qué recursos, y bajo qué formación y apoyo de la ciudadanía. Es muy poco también lo que hemos reflexionado acerca de cómo enfrentar eficientemente el tema del delito... más allá de fruncir nuestros ilustrados ceños frente a las políticas crudamente represivas y los desmadres de la prensa sensacionalista. La respuesta no sólo crítica, sino también propositiva y viable ante la marejada de la instalación neoliberal aquí también está pendiente.

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Sitios Web:

Notas

azuncandina@terra.cl

[1]

Cecilia Dastres, ¿Visiones personales, ideología o mercado al momento de informar? Un análisis de las noticias sobre Inseguridad Ciudadana desde el emisor, (Santiago de Chile, CESC, Instituto de Asuntos Públicos, Universidad de Chile, Noviembre 2002), Capítulo VII.
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[2]

Entendiéndose por ello los homicidios, asaltos, violencia doméstica, agresiones sexuales y robos con violencia contra la propiedad y las personas.
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[3]

Fundación Paz Ciudadana, Caracterización del Homicidio en Chile, Santiago, 1999.
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[4]

Luis Barros, Planificación de la actividad delictual en casos de robo con violencia o intimidación, Santiago de Chile, CESC, Universidad de Chile, Marzo 2003, Capítulo I.
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[5]

Claudio Fuentes, Denuncias por violencia policial el Chile, documento PDF, www.flacso.cl
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[6]

Datos de la Encuesta de Victimización de Naciones Unidas, 2000.
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[7]

Elizabeth Sussekind, “Los precios de la inseguridad”, en Boletín Policía y Sociedad Democrática, Año I, Nº 1, CED, septiembre 1998.
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[8]

Hugo Frühling, "Violencia e Inseguridad en el Chile Moderno", en ¿Vivimos inseguros los chilenos?, Santiago de Chile, Cuadernos del Segundo Centenario número 10, 2000, p. 77.
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[9]

Encuesta Nacional sobre Seguridad Humana, CEP-PNUD, 1997.
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[10]

Marcela Ramos y Juan A. Guzmán, La Guerra y la Paz Ciudadana, Santiago de Chile. LOM Ediciones, 1999, p. 43. Los datos provienen de la Corporación de Asistencia Judicial, el Ministerio del Interior y el Servicio Nacional del Consumidor.
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[11]

Ramos y Guzmán, Op. Cit., p. 44-45.
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[12]

Los datos desde 1944 hasta 1994 fueron tomados de la investigación realizada por Hugo Frühling. Desde 1994 a 2000, fueron recabados para este trabajo.
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[13]

De hecho, en medios académicos y gubernamentales a nivel internacional cada vez se expande más la convicción de que las encuestas de victimización y no las tasas de denuncia son una manera mucho más precisa de medir los cambios en la frecuencia y volumen de la actividad delictual.
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[14]

Hugo Frühling, Op. Cit., p. 84-85.
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[15]

Conferencia “La Investigación Académica y su Importancia para la Política del Gobierno en Materia de Seguridad Ciudadana”, dictada en el Primer Seminario Internacional Sobre Nuevos Métodos y Antiguos Desafíos en la Investigación sobre la Policía, Vera Institute of Justice y Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana de la Universidad de Chile, 18 de noviembre de 2002.
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[16]

CINDE, Estado y seguridad ciudadana, Santiago de Chile, Cuadernos del Foro ’90, Ediciones CINDE, num. 3, 1992.
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[17]

En www.pazciudadana.cl. El destacado es nuestro.
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[18]

PNUD, Las paradojas de la modernización, PNUD, Santiago de Chile, p. 18.
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[19]

Ruiz, Carlos, "Seguridad y Desarrollo. Notas sobre el Informe de Desarrollo Humano Chile 1998. Las paradojas de la modernización", en CED, ¿Vivimos inseguros los chilenos?, Santiago de Chile, CED, p. 42.
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[20]

Patricia Arias, Democracia y seguridad ciudadana: una mirada humanista, Cuadernos del CED Nº 12, CED, Ediciones del Segundo Centenario, Santiago de Chile, 2000, p. 9.
Volver

[21]

Tulio Kahn, Policía Comunitaria. Evaluando una experiencia, Cuadernos del CED Área Seguridad Ciudadana, CED, agosto 2003.
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[22]

www.idbd.org
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[23]

Ricardo Santiago es el gerente de la Región 1 del BID, y supervisa todos los proyectos del Banco en Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia.
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[24]

Ver Gabriel Salazar, “Ser niño huacho en la historia de Chile (Siglo XIX)”, en revista Proposiciones Nº 19, Ediciones SUR, Santiago de Chile, 1990, Capítulo III, p. 67 y ss. Allí se analiza en detalle la política del estado chileno decimonónico y del Centenario en relación a la delincuencia; es un fenómeno de las clases bajas, que debe ser controlado mediante la reclusión y represión de vagos, huachos y mujeres de vida libre.
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[25]

Allende, Salvador, Higiene mental y delincuencia, Resumen de tesis de grado para optar al título de Médico Cirujano, Universidad de Chile, 1933, p. 16.
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[26]

Allende, Salvador, Op. Cit., tercera parte.
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[27]

Meerson, Abraham, Factores Sociales de la delincuencia en Chile, tesis para optar al grado de Licenciado en Ciencias Jurídicas, Universidad de Chile, Santiago, 1940, p. 29.
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[28]

Meerson, Abraham, Op. Cit., p. 31
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[29]

Ibid, p. 32.
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[30]

Adolfo Ibáñez, Contribución al estudio del aumento de la Delincuencia en Chile, Santiago, 1940, p. 36.
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[31]

Fuentealba, Renato, El Servicio Social ante las Ciencias Penales, memoria de prueba para optar al grado de Licenciado en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, 1942, p. 27.
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[32]

Fuentealba, Renato, Op. Cit, p. 28.
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[33]

Ibid., p. 66 y ss.
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[34]

Meerson, Abraham, Factores Sociales de la Delincuencia en Chile, 1940, p. 47.
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[35]

Meerson, Abraham, Op. Cit., p. 48.
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[36]

Meerson, Abraham, Op. Cit., p. 49.
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[37]

Meerson, Abraham, Op. Cit., p. 52-53
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[38]

Ibid, p. 54. Ver también los trabajos de Julio Peña y de la Revista Chilena de Ciencias Penitenciarias, Tomo I, 1950.
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[39]

Rosemblatt, Karin, “Masculinidad y trabajo: el salario familiar y el estado de compromiso, 1930-1950”, en revista Proposiciones, Nº 26, Ediciones SUR, Santiago de Chile, 1995, p. 76.
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[40]

Allende, Salvador, La realidad médico social chilena, Santiago, 1939, citado por Karin Rosemblatt, “Por un hogar bien constituido. El Estado y su política familiar en los Frentes Populares”, en Disciplina y Desacato, construcción de identidad en Chile, siglos XIX y XX, Colección Investigadores Jóvenes, Ediciones SUR CEDEM, Santiago, 1995, p. 16.
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[41]

Rosemblatt, Karin, "Por un hogar bien constituido, El Estado y su política familiar en los Frentes Populares", en Disciplina y Desacato, construcción de identidad en Chile, siglos XIX y XX, p. 214.
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[42]

Ibáñez, Adolfo, Op. Cit, p. 37 a 41.
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[43]

Ver en Echeverría Yánez, Mónica, Agonía de una Irreverente, Editorial Sudamericana, Santiago, 1996, p. 203 y ss. Allí se relatan, por ejemplo, los casos del “Crimen del Boldo” (1914), cuando Gustavo Toro Concha degolló a su esposa Zulema Morandé y alegó un suicidio que nadie creyó, y más adelante, el de Marcial Espínola, que asesinó a su esposa Mercedes García Huidobro bajo una muy dudosa acusación de adulterio, que los sectores alessandristas y feministas no creyeron.
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[44]

Echeverría Yánez, Mónica, Op. Cit, p 278.
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[45]

Ahumada, Jorge, Op. Cit., p. 26.
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[46]

Drapkin, Israel, Prensa y Criminalidad, Ediciones Anuario de la Universidad de Chile, Santiago, 1958, p. 123.
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[47]

Drapkin, Israel, Op. Cit., p. 125.
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[48]

Peña, Julio, “Asistencia al menor delincuente”, en Revista de Ciencias Penitenciarias de Chile, tomo I, 1960, p. 9.
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[49]

Según el Senador Pedro Álvarez, “Se convocó a una comisión integrada por magistrados y especialistas en materia penal, casi todos miembros del Instituto de Ciencias Penales, para que estudiara las reformas pertinentes para el delito de robos y asaltos con violencia en las personas, conocido como el “cogoterismo”, que se ha hecho muy frecuente, y que ha producido verdadera alarma pública”. Libro de sesiones ordinarias del Senado, junio de 1954, Tomo I, p. 294.
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[50]

Libro de sesiones ordinarias del Senado, junio de 1954, Tomo I, p. 294.
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[51]

Libro de sesiones ordinarias del Senado, junio de 1954, p. 295.
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[52]

Ley 19.313, del 21 de julio de 1994.
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[53]

Salazar, Gabriel, Op. Cit., Introducción.
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[54]

Martínez, Tironi y Weistein, Personas y Escenarios de la Violencia Colectiva. La Violencia en Chile Volumen II, p. 152.
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[55]

Andrés Opazo, Escuchando a la juventud poblacional, Ediciones CED, Santiago, 1991, p. 5. El destacado es nuestro.
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[56]

Varios autores, Futuro y Angustia. La juventud popular y la pasta base de cocaína en Chile, Ediciones SUR, Santiago, 1997, p. 30.
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[57]

Op. Cit., p. 114.
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[58]

Op. Cit., p. 199 y ss.
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[59]

Op. Cit., p. 208.
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[60]

Martínez y Palacios, Op. Cit., p. 94.
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[61]

Martínez y Palacios, Op. Cit., p. 99.
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[62]

Martin Hopenhayn, Ni apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina, Santiago de Chile, FCE, 1994, p. 52. Destacado en el original.
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[63]

Joseph Stiglitz, Globalization and its discontents, Nueva York, Norton & Co., 2002, Capítulo I.
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[64]

Zygmunt Bauman, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa, 2000. Primera edición en inglés, 1998.
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[65]

Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, Editorial Paidós, 1998, p 55.
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