Volumen 1, N°1 Agosto de 2004

Latifundio y poder rural en Chile de los siglos XVII y XVIII (1)

 

Latifundismo

El latifundio es una unidad económica y social al mismo tiempo que foco de poder rural, que se forma mediando históricamente circunstancias especiales. La declaración parece perogrullada, la hacemos, sin embargo, porque demasiado a menudo los historiadores y cientistas sociales olvidan la médula histórica del fenómeno. Así, unos creen que en América Latina colonial latifundio y encomienda son una misma cosa, otros piensan que tras la expansión española en el continente apareció el latifundio —gracias a las mercedes de tierra— como un complejo ya maduro y definitivo y que perduró intacto hasta la actualidad. Muy pocos son, finalmente, los que toman en cuenta que en la medida que el contorno histórico varió, las características económicas y sociales y las posibilidades del latifundio en el manipular del poder también variaron considerablemente.

En algunas épocas de la evolución histórica del continente los latifundistas alcanzaron la plenitud de su poder, pero en otras tuvieron que transar, como grupo o individualmente, ante otras fuerzas, representadas por diferentes sectores de la economía y la sociedad. Lo que parece incuestionable, en todo caso, es que latifundismo y poder rural, latifundismo y poder regional y nacional, son fenómenos históricos siempre íntimamente relacionados. De lo que no estamos seguros, es de cómo llegó a ser cierto y cuáles fueron los primeros vínculos de dominio entre quienes poseían la tierra y el resto de la constelación socioeconómica y de gobierno en un momento particular de la historia. Para ayudar a comprender este proceso intentaremos describir aquí, a grandes rasgos, lo sucedido en Chile en los momentos en que surge, se afianza y alcanza una primera plenitud el latifundio tradicional.

Queremos decir primeramente que dejaremos de lado el problema de la mera tenencia de la tierra. Es el punto más básico, pero también uno de los más perturbadores en el tema. Un propietario que posee una gran extensión de tierra no es, por ese sólo hecho, un latifundista. No fue, por cierto Cristóbal Colón el primer latifundista de América. Ni tampoco lo fueron los conquistadores, que recibieron toda la tierra que quisieron, con o sin indios. Las cuestiones claves son: 1) que el terrateniente, además de la tierra, tenga bajo su dirección más o menos directa algo que manejar, manipular y dominar en forma excluyente de otros grupos o personas, cuestión que conlleva un cierto grado de oposición a su acción; 2) La racionalidad y “economía” con que maneja la tierra, lo que implica mayor o menor grado de eficacia económica, social y política.

Tomando en cuenta las constantes anteriores, desde hace ya algunos años acostumbramos distinguir —desde la invasión europea al continente Americano hasta nuestros días— por lo menos cuatro fases de desarrollo distintas del latifundio, que por supuesto, dan tipos diferentes de grandes propiedades: una etapa de prelatifundio o de frontera agraria, otra de latifundio antiguo, otra de latifundio tradicional y una última de latifundio moderno. Aunque el presente estudio se refiere especialmente al tercer tipo de ellos, vale decir al latifundio tradicional, nos parece oportuno detenernos en una breve caracterización de los tres primeros[2].

Se acostumbra decir, con ligereza, sobre los españoles que llegaban a participar en la conquista de América, que buscaban la posesión de la tierra porque ella daba “prestigio y riqueza”. Creemos que ocurría todo lo contrario en el período del prelatifundio, que cronológicamente cubre la conquista y sus decenios siguientes. En aquellos años el prestigio y la riqueza da también, entre otras cosas, la posesión de la tierra. La tierra es un elemento más que se distribuye a los conquistadores y sus descendientes, junto con títulos y honores, con el derecho de usufructuar del trabajo y tributación de los indios, con la excepción de impuestos, con la oportunidad de trabajar las minas, etc. La tierra que se da generalmente vale poco, no se trabaja ni rinde mucho económicamente. Es una tierra en que los accesorios de producción que se ponen sobre ella, como ganados, indios, esclavos, valen mucho más que ella misma. Al período de prelatifundio lo hemos denominado también “etapa de frontera agraria”, porque es un lapso de formación de una economía agraria, de intensa aculturación y de ensayos de distintos tipos de producción agrícola.

Lo que se logra en el período de prelatifundio es precisamente plasmar las bases necesarias al surgimiento del latifundio. Estas se consiguen fundamentalmente a través de la estructuración de mercados agrarios y del control del Estado sobre la posesión de la tierra. Lo primero se realiza en un complejo de condiciones que se van dando en distintas épocas en el Continente, a lo largo de los primeros 50 años del asentamiento europeo. Entre las más importantes anotamos: la apertura de capacidad de consumo de productos agrarios en áreas no rurales, un sistema de cambios --monetario o no-- continuo y estable, un sistema permanente de medidas de longitud y de volumen, una cierta disponibilidad de mano de obra no encomendada y, finalmente, un aparato legal que ampare y garantice la continuidad de todo lo anterior[3].

Lo segundo, es decir el control estatal, trata por una parte infructuosamente de detener los mecanismos de acumulación de tierras de indios en manos de empresarios españoles, generalmente conseguidas ilícitamente. Y a través de imposiciones fiscales extraordinarias y especiales, entrega la licitud perpetua de la ocupación, originando de este modo la legitimidad de la ocupación y usufructo de la tierra, cosa que altera en buena medida el incipiente “mercado” de la tierra[4].

En la etapa del prelatifundio la inversión en la producción agrícola es baja, la tecnología empleada es pobre y la racionalización de la empresa agrícola muy primitiva. Las excepciones a esta regla general serían las plantaciones de monocultivos tropicales, las plantaciones andinas de coca y, mucho más atrás en relación a la extensión y monto comercial del cultivo, algunos viñedos en regiones de Perú y Chile. En igual forma, y con las excepciones ya dichas, el rendimiento económico de la tierra es también bajo. Salvo en casos contados, en que el rendimiento de la tierra estuviera directamente conectado con circuitos mineros o en otros, como los complejos productivos jesuíticos, donde exenciones de impuestos se combinan con producciones “encadenadas” de material altamente rentables como la yerba mate o la caña de azúcar. El resto de las propiedades clasificables como prelatifundio muestran fenómenos de derroche de mano de obra y otros recursos, especialmente el agua de regadío, aprovechamiento masivo de la producción local autóctona, captada a través del tributo indígena, escasez de capitales y de créditos.

Cumplida la etapa formativa, arriba anotada, estamos en presencia del denominado latifundio antiguo. En los diferentes reinos que constituían el mundo colonial latinoamericano hay variaciones de forma y de cronología en este advenimiento. Pero al mismo tiempo hay fenómenos comunes, que forman una especie de telón de fondo del nuevo proceso. En la primera mitad del siglo XVII pueden advertirse en todo el continente los efectos de una crisis de la producción metalífera y —quizás derivada de la anterior— de las corrientes de comercialización internas y externas a las colonias. Hay cierta saturación de los mercados europeos, un recrudecimiento de las políticas monopólicas en favor de la metrópolis y, entre los signos más importantes, escasez de mano de obra, cuando a mediados del siglo la población americana llega a su nivel más bajo.

A principios del siglo XVII es ya casi legendaria la figura del conquistador-empresario. Se nota con más claridad un sector económico agrario, otro minero y otro de comerciantes. La encomienda ha dejado de ser, en todas partes, la principal proveedora de mano de obra y de artículos agrícolas y manufacturados de uso generalizado. Por exigencias de los mercados locales o externos, las distintas regiones del continente han especializado su producción a tal grado que muchas comunidades de indígenas, campesinos y manufactureros ya no pueden ser autosuficientes.

Es en este cuadro conflictivo donde el antiguo terrateniente se transforma en un “primitivo” latifundista. Se une a otros propietarios y desde entonces, en calidad de miembro de un grupo identificado con cierto tipo de producción y de intereses, debe actuar ante los cabildos, en la Mesta, ante los exportadores, los gobernantes y las audiencias. La lucha contra varios frentes adversos le da consistencia al grupo, le confiere solvencia y eficacia. Ataca y se defiende de las comunidades indígenas, presiona a la minería, al comercio y a la iglesia para conseguir créditos. Obtiene de los gobiernos virreinales y locales franquicias arancelarias, aquí y allá comienza a manejar el poder a nivel provincial.

Pero, muy especialmente, lo que consigue el latifundio antiguo ante el asedio de los monopolios, la falta de mano de obra y la escasez de capitales, es una primera racionalización de la empresa agrícola. Históricamente por lo menos, la racionalización de la economía agraria no significa necesariamente ni mejoramiento tecnológico, ni mayor producción. Los términos no son excluyentes, pero tampoco necesarios. La racionalización en esta etapa del latifundio significa simplemente una mayor eficacia en el uso de los recursos disponibles. Una hacienda mixta, por ejemplo, con un mediocre rendimiento y baja tecnología, que en otras palabras, no renueve convenientemente sus ganados, ni aprovecha bien los pastos, que no utilice eficientemente el regadío, ni la totalidad de las áreas cultivables, puede en realidad estar explotada con un alto grado de racionalización de la empresa agraria. Sería así, si teniendo como parámetros por un lado los insumos que necesita para esa baja productividad y por otra las erráticas demandas del mercado y los precios, obtuviera un rendimiento económico óptimo. En otras palabras, un rendimiento muy barato para un mercado muy deficiente. Una sobreproducción ociosa le resultaba al latifundio antiguo doblemente costosa.

La relación racionalización, tecnología y productividad se estrecha más en el período siguiente, que cronológicamente corresponde a la segunda mitad del siglo XVIII y al XIX y que denominamos latifundio tradicional. Pero no se piense, de todos modos, que en este último período se ha logrado una relación plena y directa entre los tres aspectos antes mencionados[5].

El marco social y económico del latifundio tradicional es bien diferente del anterior y esto, por lo menos en parte, le da algunas de sus características más notables. Surge este último junto a una importante expansión de los mercados internos y externos, acompañado de un crecimiento regularmente acelerado de la población rural. El acceso al crédito y a las corrientes de circulación monetaria es también mayor, llegando incluso a alternativas de “fomento” de la agricultura. Pero estas mismas bondades acarrean problemas nuevos. Entre ellos, el latifundio se ve ahora a menudo cercado por pequeños propietarios, por comunidades indígenas y mestizas, por una creciente población flotante, generalmente no muy amistosa. La presión demográfica de los desposeídos es también interna en la hacienda, la más estricta y minuciosa racionalización agrícola no se compadece con el crecimiento vegetativo de las propias familias que moran dentro de las grandes unidades productivas; el latifundio debe expulsar habitantes que se suman a la presión exterior.

La mayor amplitud de los mercados trae nuevos monopolios: compradores en verde, bodegueros, embarcadores y fleteros, importadores, etc. La iglesia, de ser una institución que proporciona préstamo, se convierte en verdaderamente usurera y, además, compite, amparada en regalías del período anterior, con la colocación de productos extraídos de sus propias haciendas. Las relaciones con la minería son también muchas veces conflictivas; el latifundio antiguo había experimentado un sordo forcejeo por la mano de obra con los mineros, pero ahora se prolonga por el uso de recursos naturales, por el control de nuevas poblaciones, por la circulación incluso, a través de las grandes propiedades.

Pero quizás la lucha más singular es la que se entabla entre el latifundio ya maduro y la burocracia estatal. El nuevo concepto de Estado del Despotismo Ilustrado, implementado a través de una serie de “reformas”, torna militarmente eficiente y unida a la burocracia estatal. Esta quiere ahora ejercer efectivamente el poder y, entre otras cosas, manejar el ámbito rural, como una alternativa más del potencial productivo y sumiso de un conjunto colonial. Haciendo más complicado el panorama para el latifundio tradicional, hay evidencias crecientes que pequeños grupos urbanos, que van surgiendo aquí y allá —y que con las salvedades del caso estamos tentados de llamar burguesía— tienden a juntarse con la burocracia estatal, incluso en pequeñas ciudades de provincias. La política agresiva desarrollada por los latifundistas contra estos grupos se planteó en un principio como una táctica simple de mediatización y destrucción de frentes opositores, que le molestaban en el control del ambiente rural. No tenían un proyecto político global, que pudiera conducirlos al manejo del gobierno nacional. Pero esta acción fue adquiriendo tal fuerza que, después de la Independencia, tanto en Chile como en América Latina, concibió y generalmente logró la captura del poder total.

El latifundio tradicional logra pues su plena madurez y consistencia despejando, neutralizando y dominando los obstáculos que se le oponían en el control de lo rural en todas sus formas. Los elementos más importantes de este grupo de latifundistas, empeñados en esta tarea --recién ahora— se perfilan como lo que será luego la aristocracia nacional que, según puede inferirse de los que decimos, resultaría una clase social mucho más “joven” de lo que tradicionalmente se cree. A esta altura de la evolución del latifundio la tierra tiene un significado totalmente distinto que dos siglos antes. Ahora puede producir y tiene valor por sí sola, ya es válido decir que la posesión de la tierra da poder y prestigio.

Antes de terminar con esta, más bien larga —pero creemos necesaria— introducción, queremos tratar de aclarar dos puntos importantes. Si aceptamos que el latifundio como cualquier otro fenómeno histórico ha sufrido múltiples cambios de evolución, desde sus orígenes hasta la actualidad —y no necesariamente éstos deben ser los que describimos anteriormente— no podemos usar más una definición de él en los términos a-históricos que se acostumbra comúnmente. No somos partidarios de las definiciones y lo que diremos a continuación sólo pretende reunir los elementos importantes que se notan en su evolución. Históricamente el latifundio es una propiedad unipersonal, relativamente extensa, que constituye una unidad económica y social con algún grado de racionalización de la producción y que tiende a ser excluyente respecto a la distribución productiva y al uso de los recursos agrarios. Está bajo constantes presiones de carácter demográfico y político y muestra agresividad ante los frentes adversos.

Decimos que es unipersonal oponiendo este término a usufructo comunitario, aunque muchas veces, por sucesión testamentaria, su manejo esté entregado a una comunidad hereditaria. Lo de relativamente extenso, se explica pensando que en algunas regiones de América Latina, el ejercicio de acaparamiento y monopolio de la tierra puede expresarse en la posesión de extensiones territoriales pequeñas si se comparan con otras regiones del Continente. Lo que da categoría de latifundio en estos casos es la existencia paralela —en la misma región— de familias y de la tenencia monopólica de los accesorios de producción.

Finalmente —y esto también ya se ha dicho— históricamente en una región, reino o país, lo normal es que el paso de un tipo de latifundio a otro no se realice uniforme y contemporáneamente. Resulta así que una de las características más notables del latifundio tradicional, por ejemplo, es su capacidad de desarrollarse junto —y a veces a costa de— otros latifundios antiguos y de áreas de fronteras agrarias que sobreviven en la misma región. Es normal y frecuente que en Latinoamérica del siglo XIX encontremos países, o secciones de países, donde por largo tiempo coexisten los cuatro tipos de propiedades ya mencionadas, unidas generalmente por relaciones de dependencia interna[6]. En estos casos el grupo de latifundistas, como clase social, mostraría también una especie de estratificación interna, que se expresa no tan sólo en sus relaciones económicas, sino también en su comportamiento social y político.

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