Volumen 3, Nº1 Agosto de 2006

La Propaganda Monarquista en el Gobierno de San Martín en el Perú. La Sociedad Patriótica de Lima

 

II. Las Ideas de Monteagudo y la Sociedad Patriótica de Lima

El 10 de enero de 1822 el General San Martín, y su Ministro de Estado Bernardo de Monteagudo, firmaron el decreto que dio vida a la Sociedad Patriótica de Lima, institución que se creaba, al menos oficialmente, con la finalidad de promover el desarrollo de las luces en el Perú.

Según sus creadores, este establecimiento se creaba considerando la importancia de la ilustración pública, cuya propagación era una obligación ineludible de los gobiernos. Se marcaba así una profunda diferencia con el régimen monarquista que acababa de ser expulsado, el que al actuar en un sentido contrario había observado una conducta criminal hacia la humanidad. El mismo decreto fundacional decía: “La ignorancia general en que el gobierno español ha mantenido a la América ha sido un tremendo acto de tiranía, que exige todo el poder actual que tiene la filosofía del mundo, para obligar a los americanos a no ver con ojos de furor a los que han sido autores y cómplices de un delito, que ataca los intereses de toda la familia humana”[25]. Interesante es destacar que este argumento de la ignorancia política también aparece en la presa chilena de la Patria Vieja, e incluso en la Gaceta del Gobierno, publicada durante la restauración de la monarquía. En la primera se destacaba la idea de que se había mantenido al pueblo en la ignorancia para facilitar su dominación, y en la segunda que era esa falta de conocimientos lo que había facilitado la propagación de las ideas de revolución.

El objetivo declarado de la Sociedad era “discutir todas las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público, sea en materias políticas, económicas o científicas, sin otra restricción que la de no atacar las leyes fundamentales del país, o el honor de algún ciudadano”. En otras palabras, vendría a ser una suerte de senáculo donde se discutiría sobre determinadas materias que “puedan influir en la mejora de nuestras instituciones”, y que se reuniría bajo “la especial protección del gobierno”. ¿Significaba esto último que el gobierno influiría en las discusiones de la Sociedad? Los mismos artículos del decreto dan una respuesta afirmativa. Así, el tercero de ellos determina que “El Presidente nato de la Sociedad Patriótica de Lima será el Ministro de Estado”, mientras que el siguiente disponía que, además, la Sociedad contaría con un vicepresidente, cuatro censores, un secretario, un contador y un tesorero, los que serían elegidos “a pluralidad de votos por la misma sociedad, y estarán aprobados por el Presidente de ella”, agregando que sus funciones serían determinadas en un Reglamento que sería redactado por el Presidente, el vicepresidente, los censores y el Secretario[26].

Entre los miembros fundadores destacan los tres ministros de San Martín, es decir, Bernardo de Monteagudo (Estado), Tomás Guido (Guerra) e Hipólito Unanue (Hacienda), a quienes se unían el conde de Valle-Oselle, el de Casa Saavedra, Pedro Manuel Escobar, Antonio Álvarez del Villar, José Gregorio Palacios, el conde del Villar de Fuente, Diego Altaga, el Conde de Torre-Velarde, José Boqui, Dionsio Vizcarra, José de la Riva Agüero, Matías Maestro, José Morales y Ugalde, José Cavero y Salazar, Manuel Pérez de Tudela, Mariano Saravia, Mariano Alejo de Álvarez, Francisco Valdivieso, Fernando López Aldana, Toribio Rodríguez Mendoza, Javier de Luna Pizarro, José Salía, José Ignacio Moreno, José Gregorio Paredes, Miguel Tafur, Mariano Arce, Pedro José Méndez Lachica, Joaquín Paredes, Mariano Aguirre, Ignacio Antonio de Alcázar, José Arriz, Salvador Castro, Juan Berindoaga, Francisco Moreira Matute, Félix Devoti, Francisco Mariátegui y Eduardo Carrasco.

El 27 de enero se dictó el Reglamento de la sociedad y el 22 de febrero se realizó la primera reunión en la que se decidió editar un periódico, El Sol del Perú, y se fijaron las materias sobre las que versarían las lucubraciones y discusiones de los miembros, las que a propuesta de Monteagudo serían tres: “Cuál es la forma de gobierno más adaptado al estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización”, “Ensayo sobre las causas que han retardado en Lima la revolución, comprobadas por los sucesos posteriores” y “Ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para terminar la guerra y perpetuar la paz”.

La elección de esos temas por la Sociedad, o más bien dicho por Monteagudo, no parece hecha al azar, pues desde su permanencia en Buenos Aires, primero, y en Santiago, después, éste venía insistiendo en la necesidad de observar un procedimiento cauteloso para la instalación de nuevos gobiernos y para el reconocimiento de las libertades de los ciudadanos, lo que de no observarse podría derivar en una situación caracterizada por la anarquía. Por ello urgía a lograr la consolidación de la independencia y luego dar forma más o menos definitiva a los nuevos gobiernos.

Esas ideas no eran nuevas. En la Gaceta de Buenos Aires, en la edición correspondiente al día 24 de enero de 1812, había insertado una proclama dirigida a los pueblos del interior de la región del Plata, en la que los instaba a apoyar los esfuerzos por la independencia. Al referirse a los primeros intentos de organización del nuevo Estado decía:

“La América, atendidas sus ventajas naturales, está en actitud de elevarse con rapidez al mayor grado de prosperidad, luego que se consolide su deseada independencia; hasta tanto, querer entrar en combinaciones de detalle y planes particulares de felicidad, sería poner trabas y embarazos al principal objeto, sin progresar en éste ni en aquellos. Cuando un pueblo desea salir de la servidumbre, no debe pensar sino en ser libre; si antes de serlo quiere ya gozar de los frutos de la libertad es como un insensato labrador que quiere cosechar sin haber sembrado”[27].

Si entendemos correctamente estas palabras, Monteagudo está señalando, simplemente, que debe establecerse un orden de prelación en cuanto a los objetivos del movimiento revolucionario: primero lograr la independencia, luego gozar de ella.

En su discurso de inauguración de la Sociedad Patriótica en Buenos Aires (enero de 1812), advirtió que ella tenía por finalidad analizar y conocer los derechos del ciudadano y la majestad del pueblo, pero al mismo tiempo señaló que éste debía ser ilustrado sobre aquellos principios. De lo contrario, caería en la anarquía. Sin ese proceso, se “haría quimérica toda reforma e invariable todo plan; y las medidas que se adoptasen serían tan frágiles como sus principios”[28]

La Sociedad Patriótica de Buenos Aires tenía, entonces, las mismas finalidades que la que posteriormente crearía en Lima, al menos en el plano formal.

En otro periódico porteño, Martir o Libre, Monteagudo insistió, también en 1812, en las mismas prioridades para el movimiento revolucionario. Partiendo desde el punto de la compleja situación que enfrentaba el gobierno revolucionario de Buenos Aires, sostuvo que se debía organizar un buen sistema militar, pero aclaró: “Convengo en ello y no dudo que el suceso de las armas fijará nuestro destino, pero también sé que los progresos de este ramo dependen esencialmente del sistema político que adopte el pueblo para la administración del gobierno”[29]. Existía entonces, la necesidad de organizar el gobierno, pero ¿bajo qué forma?

Para Monteagudo las reglas a seguir debían acomodarse a las circunstancias, y estas eran claras: el voto de los pueblos ya se había pronunciado por la independencia, la que se debía declarar y publicar. En cuanto al gobierno, éste debía recaer en “un dictador que responda de nuestra libertad, obrando con la plenitud del poder que exijan las circunstancias y sin más restricción que la que convenga al principal interés”[30].

A su juicio era altamente conveniente distinguir dos situaciones. Una cosa era proclamar la independencia, otra distinta dictar una Constitución que la sostuviera. Para lo primero ya existía y constaba el voto favorable de los pueblos, pero no para lo segundo. Por lo tanto no se podía establecer aún una carta fundamental: “para eso es necesaria la concurrencia de todos por delegados suficientemente instruidos de la voluntad particular de cada uno [de los pueblos] y el solo conato de usurparles esta prerrogativa sería un crimen”. La concentración del poder en un solo ciudadano era necesaria para lograr definitivamente la independencia y, por lo tanto, el dictador que fuese nombrado no tendría “otro término a sus facultades que la independencia de la patria”. Agregaba Monteagudo que bien sabía que este tipo de gobierno podría acercarse al despotismo, pero manifestaba su creencia en la natural bondad del ser humano: “a nadie se le ocultará que las más de las veces el hombre es bueno, porque no puede ser malo aunque podría suceder que pusiésemos nuestro destino en manos de un ambicioso”, pero esto sería evitado por el pueblo por su temor a verse oprimido por la tiranía [31].

Una vez instalado en Lima insistió en esos puntos. En el periódico Los Andes Libres reeditó su “Cuadro Político de la Revolución”, escrito que anteriormente viera la luz en las prensas santiaguinas de El Censor de la Revolución. No deja de ser curioso el hecho de que la primera parte de este texto fuera publicada con dos días de antelación a la firma del Estatuto Provisorio peruano.

En este artículo Monteagudo señaló que existían circunstancias en que un pueblo debía adoptar nuevas instituciones, pero esto tenía que hacerse “con sabiduría y prudencia para dirigir su marcha y economizar los sacrificios que naturalmente cuestan los adelantamientos sociales”. Agregaba que al iniciarse la revolución en América nadie había fijado el objetivo que ella debía lograr, y que, en consecuencia, la ansiedad había embriagado a los pueblos con la copa de la libertad. Resultado de ello fue una transición repentina que “causó de pronto los más admirables efectos, pero ella envolvía el germen de los extravíos”.

Al encontrarse repentinamente frente a la libertad política, habían surgido tres problemas: en primer lugar, se habían preparado –seguimos su escrito--, los elementos que dieron forma a una disputa entre el gobierno y los ciudadanos, quienes no tenían la experiencia necesaria para discernir entre los derechos de que podían gozar desde ese instante y aquellos a cuyo gozo se debía renunciar transitoriamente hasta que el conflicto bélico generado por la revolución terminase; en segundo, los ciudadanos “se juzgaban autorizados para variar toda administración que no correspondía a las ideas liberales de que estaban impregnados los pueblos” y, por último, quienes asumían la conducción del gobierno perdían prontamente la confianza pública, “y los más exaltados antes de tomar parte en ella, conocían luego la necesidad de reprimir la acción popular para dirigirla mejor”. Por ello la conducta que habían observado los gobiernos, reconociendo una serie de derechos que en la práctica debían ser restringidos, no debía atribuirse “a la tendencia que tiene toda autoridad a extender sus límites”.

Uno de los errores más graves que se había cometido, según su criterio, había sido

“Desplegar la mayor liberalidad en aquellos [los reglamentos provisorios], para coartarla después al tiempo de su ejecución. Esta inconsecuencia ha resultado de los principios que guiaban a los autores de los reglamentos liberales, que deseosos de ganar el favor popular para establecer su autoridad, ofrecían más de lo que podían cumplir y no tenían firmeza para resistir las pretensiones ilimitadas de la multitud concediendo solo a sus deseos lo que era practicable. Los pueblos habrían experimentado más beneficios y menos convulsiones si en vez de pomposas cartas constitucionales se les hubiese dado gradualmente sencillos reglamentos, que por ahora solo asegurasen a los ciudadanos una buena administración de justicia y el libre ejercicio de aquellos derechos de que dependen la paz y la comodidad doméstica. Esto habría sido fácil cumplir, con la doble ventaja de inspirar a los pueblos la confianza que naturalmente produce el cumplimiento de las promesas hechas, y de remover las trabas que ha encontrado a cada paso la autoridad ejecutiva en el ejercicio de sus principales funciones”[32].

Para Monteagudo existía un objetivo fundamental: concluir la guerra contra los realistas. A él debían consagrarse todos los esfuerzos, y el establecimiento prematuro de la libertad política, según la experiencia lo había demostrado, sólo había redundado en beneficio del enemigo.

En la edición de Los Andes Libres del 3 de noviembre siguiente, insistió en la necesidad de vencer en la guerra para luego definir la forma de gobierno. Esto último había sido “la manzana de oro, arrojada por la discordia para animar las disensiones: ¡ojalá que la decisión inoportuna de este negocio no nos traiga tan malos efectos, como los que experimentaron los troyanos, cuando el pastor del monte Ida decidió la contienda entre las diosas […] Habría bastado conocer a fondo lo que importa esta idea solemne de Constitución Política, para no pensar en su forma, mientras no exista el sujeto que debe recibirla”[33].

Existían ciertas realidades que debían conocerse para tener una constitución y establecer la forma permanente de gobierno: población, territorio, recursos y relaciones naturales con los países limítrofes, “sin entrar en las demás calificaciones que miran a su aptitud social”. Dictar una carta fundamental sin tener un conocimiento acabado de aquellas materias era suponer “que un cuaderno en que se ordenen metódicamente las materias constitucionales, sea una especie de talismán político, que tenga la virtud de hacer existir lo que se quiera”. Sin esas ideas claras, las constituciones serían prematuras y sólo se obtendría por resultado la excitación de las rivalidades, ya sea por la forma gubernativa que ellas sancionasen, o por el desafecto a los individuos que distribuyen el poder. Acto seguido declaraba:

“No queremos decir que llegue jamás el caso en que puedan ponerse las bases fundamentales de un estado sin estos peligros; pero sí que ellos son de mayor trascendencia cuando se combinan con los que amenazan la seguridad pública. Mientras se discuten las materias constitucionales, mientras se trabaja por conciliar las opiniones divergentes, mientras los fondos públicos se emplean en sostener un numeroso cuerpo de representantes, y mientras el espíritu de partido hace conquistas a la sombra de una investigación ingenua sobre los derechos del pueblo, los enemigos se aprovechan de estos entretenimientos liberales, y ocupados de un solo objeto triunfan paulatinamente, o por lo menos prolongan la guerra a expensas de la sangre de los que suspiran por una constitución”.

Dos ejemplos contrastantes le daban, en su análisis, la razón. Mientras Río de la Plata enfrentaba una diversidad de situaciones que complicaban su panorama político, entre ellas “el espíritu de localidad fomentado por el jefe de los orientales[34] con la capciosa oferta de una constitución federativa”, y la continuación de la guerra, en Chile se había dictado un texto provisorio que “tiene por lo menos la ventaja de la simplicidad de su forma, y de diferir el establecimiento definitivo del gobierno, para cuando el congreso nacional pueda reunirse, con plenas garantías de la estabilidad de sus instituciones”[35].

El 10 de noviembre recalcó la necesidad de postergar el goce de ciertos derechos, argumentando que la revolución de independencia tenía por finalidad recuperar la libertad política y la libertad civil, destacaba que la primera había sido usurpada por un conquistador, y la segunda, atacada por los depositarios de los poderes supremos. Lograda la independencia se podría, a su juicio, gozar de los derechos que de ella emanaban: “administración absoluta de nuestros negocios, el comercio con todas las naciones que quieren concurrir a nuestros mercados, la libertad de la industria, sin más límites que los que ella tiene por sí misma, la aplicación de las rentas públicas a los objetos útiles al país” y, en fin, todas las ventajas que corresponden a un gobierno propio. Mientras tanto, ellos tendrían un carácter provisorio, y su extensión quedaba supeditada al objetivo prioritario

Los gobiernos que se habían conformado no podían, a su juicio, tener más obligaciones que las que se derivaban del objetivo de su institución: “salvar al país, dirigir la guerra contra los españoles, y ponernos en aptitud de constituir un estado monárquico o republicano, según dicte la experiencia”[36].

Las ideas de Monteagudo ya habían sido comprendidas por el recién organizado gobierno del Perú, del cual él formaba parte. El general San Martín no dictó una Constitución, sino que un Reglamento (12 de febrero 1821) y luego promulgaría un Estatuto Provisional (8 de octubre). En el preámbulo de ambos textos se insistía en la idea de la provisionalidad de ellos, mientras se creaban las bases sólidas sobre las que en el futuro se asentaría una constitución definitiva, lo que las circunstancias actuales obligaban a diferir hasta tanto no se consolidara la independencia completa del territorio peruano.

La influencia de Monteagudo en la Sociedad Patriótica fue total. Para comprobar esto basta con señalar que el periódico de ella, es decir, El Sol del Perú, se publicó hasta el día 27 de junio de 1822, es decir, 2 días después de su alejamiento –involuntario, por cierto— de su cargo ministerial. Otra prueba de ello es factible hallarla en la existencia de dos ediciones que están signadas con el número 4, una del 4 de abril de 1822 y la segunda del día 12 siguiente. ¿Qué ocurrió? Nada más simple que la censura de la primera de ellas por parte del influyente ministro del Protector, pues contrariamente a las ideas que él sostenía, en sus páginas se había dado cabida a la Memoria que a la Sociedad había presentado Manuel Pérez de Tudela el 8 de marzo pasado, en la que propiciaba el establecimiento de un gobierno republicano en el Perú.

I. San Martín en el gobierno del Perú | II. Las Ideas de Monteagudo y la Sociedad Patriótica de Lima | III. Las Memorias Sobre el Sistema de Gobierno que Perú Debía Adoptar | Notas | Versión de impresión

 




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