Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

Seguridad Ciudadana y Sociedad en Chile Contemporáneo. Los delincuentes, las políticas y los sentidos de una sociedad

 

4. La seguridad revisitada: la perspectiva global y la turbulencia local de los enfoques actuales

En 1994, Martin Hopenhayn veía el crecimiento de la violencia delictual urbana como una de las posibilidades de la instalación de estructuras laborales y de convivencia neoliberales en América Latina. Este tipo de violencia vendría de aquellos que no son ni apocalípticos ni integrados, y además son jóvenes y pobres; no odian al sistema, no desprecian a la sociedad de consumo ni su brillo seductor, sino que desesperan justamente porque no tienen acceso a ella por medios legales, y recurren fácilmente a los que no lo son. En ese año, Hopenhayn escribía:

“El drama de la inseguridad ciudadana se extenderá hacia ciudades de tradición pacífica --como ya lo está haciendo en Buenos Aires y Santiago de Chile-- y dará un fundamento muy concreto a la paranoia general. (...) Lo privado se hará cada vez más público y lo público cada vez más policiaco. La muerte por agresión física rondará como fantasma los sueños de la gente. A la reacción desde abajo frente a la violencia institucionalizada o la violencia implícita en la injusta distribución de la riqueza, sobreviene una nueva contra-reacción desde arriba, mucho más despiadada”[62].

Su profecía no parece estar errada. Y la opinión de Hopenhayn no es aislada; la mayor parte de los estudios críticos a la instalación de la globalización neoliberal postulan una relación directa entre modernización/globalización y aumento de la criminalidad violenta. Autores que hacen una dura crítica a la globalización manejada desde las instituciones financieras internacionales, como Joseph Stiglitz, atribuyen el aumento de los índices de delitos a las brutales medidas de ajuste económico impuestas a los países más pobres por poderosas instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional[63]. Zygmunt Bauman, crítico bastante feroz de las políticas thatcherianas y de Reagan durante los ochenta en Inglaterra y Estados Unidos, hace la misma relación: es el retroceso del Estado de Bienestar, de las políticas de empleo, salud y vivienda para todos lo que ha hecho estallar la criminalidad, y abarrotar las cárceles de condenados por delitos violentos contra las personas, y también ha logrado que todos aquellos que no pueden pagar servicios privados sean vistos como una injustificable carga social por aquellos que sí pueden hacerlo[64]. Nuestras sociedades se han convertido, como decía Beck a fines del siglo XX, en sociedades que han pasado de la solidaridad de la miseria a la solidaridad del miedo; de la sociedad de clases cuyo sistema axiológico era la sociedad “desigual”, a la sociedad del riesgo, cuyo sistema axiológico es el de la sociedad “insegura”. Sus fines no son positivos, como en la anterior; la utopía de la seguridad es negativa y defensiva. Ya no se trata de lograr lo mejor para todos, sino sólo de evitar lo peor:

“El sueño de la sociedad de clases es que todos quieren y deben participar del pastel. El objetivo de la sociedad del riesgo es que todos han de ser protegidos del veneno”[65].

Cerrando el círculo de lo ya tratado, vale la pena examinar los motivos de esa seguridad rampante en nuestros días.

En primer lugar, hay que mencionar que la gran capacidad amedrentadora de la delincuencia ha sido poderosamente explotada en nuestra sociedad. Los especialistas pueden insistir una y otra vez --como hicieron en décadas pasadas-- que los asaltos sangrientos ocurren poco y que la prensa no es seria ni precisa al tratar estos temas. Pero no es necesario que se cometa un homicidio diario en nuestra calle para temerlo; basta saber que hay asesinos sueltos. Tampoco consolará a la mayoría el hecho de que muchos delincuentes violentos tienen historias difíciles y hasta conmovedoras. ¿En que incidirá, al temer que alguien amenace a mi familia con un arma de fuego, que yo entienda que el delincuente es producto de una sociedad de desigualdades?

En segundo término, se trata un tema coherente con la visión de la instalación del neoliberalismo, la globalización de la economía y los problemas asociados como una suerte de glaciación. Es decir, como un fenómeno natural e inevitable, que no puede ser cuestionado por nosotros desde nuestras capacidades humanas: no podemos cambiar el clima, como no podemos cambiar la rotación y traslación del planeta. Tampoco podemos cambiar la crisis y el fracaso del socialismo y del Estado de Bienestar, el avance de la tecnología y la astucia del mercado. No nos queda más que adaptarnos, y tratar, sin cuestionar las situaciones de fondo que los producen, de paliar sus embates de la mejor manera posible. Frente al tema de la delincuencia, no hay otro camino que apostar a medidas de modernización de la gestión penal y policial, intentar que los individuos se sientan “comunidad” para enfrentar el delito y esperar que, con suerte, esas medidas disminuyan los índices criminales.

Luego, debe reconocerse que esta instalación encontró en Chile un terreno históricamente fértil. En Chile ha existido una larga tradición que --como hemos visto-- se ha movido de lo social/disciplinario a lo legal/represivo, pero nunca ha dejado que la delincuencia como hecho social (y no como anormalidad individual) gane la batalla en las políticas públicas ni las leyes. Es decir, generando estudios no sólo sobre cómo y cuando prevenir y reprimir conductas concretas, sino reflexionado e investigando sobre la delincuencia como una de las maneras en que nos reproducimos y vivimos colectivamente. El comercio informal es un buen ejemplo de lo anterior; un comerciante ambulante informal es alguien que rompe la ley. Se instala en las calles sin permiso, no paga impuestos y a menudo su misma mercancía puede ser ilegal --como en el caso de libros y discos compactos “piratas”--. De tal manera, son perseguidos, detenidos, multados y a veces físicamente maltratados. Sin embargo, probablemente decenas de distribuidoras venden mercancía a los comerciantes de la calle, y miles de personas (decentes y legales) compran sus productos cada día. Quizás podríamos decir lo mismo de un desvalijador de casas, de un asaltante del centro de Santiago o de un traficante de drogas. Sus “productos” tienen un mercado; de no haberlo, su arriesgada actividad no tendría ningún sentido.

Por último, los sectores críticos a las políticas represivas no han sido, al mismo tiempo, ricos en producir modelos alternativos a los triunfantes. Los organismos del law enforcement no han sido precisamente sus sujetos de estudio favoritos, salvo para denunciarlos como el brazo ejecutor de las políticas represivas de los gobiernos. Tenemos en Chile numerosos estudios sobre la represión a individuos y grupos rebeldes, revoltosos y “malentretenidos”; sabemos también como la represión y el disciplinamiento han caído sobre ellos y los ha encerrado en las cárceles, los ha relegado a regiones lejanas del país y los ha empujado incluso a huir de él. Lo que nos falta son investigaciones acerca de cómo se constituyen los organismos que diseñan y ejercen el control de los delitos y la violencia, cuál ha sido la aceptación social de los mismos, y, lo más importante, cómo generar otras propuestas de trabajo a ese respecto. Implícitamente, los sectores más críticos han parecido aceptar sin mayores discusiones que haciendo desaparecer la “justicia de clase” desaparecería el abuso de la autoridad, y que la delincuencia es y será un tema menor que también, casi mecánicamente, se volvería aun más pequeño si aumentan el acceso a las oportunidades y la seguridad social.

Estas omisiones han contribuido a la instalación hegemónica de los enfoques reduccionistas actuales. Hoy en día, ningún Estado y ningún gobierno puede minimizar (sin un alto costo político) el problema del delito, y particularmente del delito violento. Aunque se entienda a los delincuentes como parte de la sociedad, aunque se reconozca que los fenómenos y cambios estructurales de la sociedad tienen una incidencia sobre el carácter y crecimiento de la delincuencia y la violencia asociada a ella, ningún Estado de derecho y prácticamente ninguna sociedad humana organizada ha dejado de castigar (de alguna manera) los hechos considerados delitos dentro de ella, ni de construir mecanismos para disminuir y reprimir la violencia que considera ilegítima. El concepto de que hay comportamientos que pueden ser explicados socialmente, pero que no pueden permitirse ni dejarse al libre arbitrio de los individuos atraviesa a las sociedades humanas.

En nuestra contemporaneidad la situación no es diferente. Sectores progresistas pueden declararse contra la pena de muerte, la disminución de la edad penal de los inculpados o el aumento de recintos carcelarios, entendiendo dichas medidas como penalizaciones exageradas e inoperantes. Al mismo tiempo, esos sectores pueden estar de acuerdo con la tipificación de la violencia doméstica, el acoso sexual o la emisión de gases contaminantes como delitos. Es decir, con penalizar legalmente comportamientos que hasta hace no mucho tiempo eran considerados “normales” en nuestras sociedades. En esa línea, el adulterio (condenado por siglos como delito en distintas culturas) puede ser considerado una situación privada donde la ley no tiene por qué intervenir, y a la vez puede juzgarse que golpear a una esposa es un verdadero crimen que debe denunciarse y castigarse. Pero, ¿por qué agredir físicamente a un cónyuge es merecedor de castigo, y no lo es engañarlo con otras personas?

El objetivo de estas observaciones no es responder a esas preguntas, sino subrayar esa característica de las sociedades; lo que consideramos legalmente punible cambia. En el tema de la seguridad ciudadana y el control ejercido por las instituciones que esgrimen la fuerza, esta paradoja es constante y relevante. Al mismo tiempo, cualquier persona que alguna vez haya ejercido alguna autoridad, sabe lo difícil que es conciliar la línea entre el castigo de los (cambiantes) comportamientos reprobados y la mantención de los derechos individuales y ciudadanos de todas las personas, particularmente, si consideramos que no vivimos en pequeñas y homogéneas comunidades (si tal portento existe) sino en Estados, regiones y megaciudades donde conviven millones de habitantes en muy distintas situaciones socioeconómicas, y con distintas creencias, modos de vida y opiniones sobre qué es delito, qué es violencia y en qué debe dejar que la ley y sus herramientas intervengan en sus vidas.

Probablemente ese es el problema de fondo del tema de la seguridad en el Chile de nuestros días. Por una parte, se ha instalado una propuesta híbrida de ella, donde los componentes tradicionales (más policías, más penas, más cárceles) se combinan con componentes venidos de la modernización de la gestión y la lucha por la legitimidad de los regímenes políticos (pedagogía a la comunidad, elaboración de indicadores de gestión, fondos concursables) sobre una base de análisis situacionales y de amedrentamiento creciente a partir de la prensa, que insiste en mostrar la situación delictual como un “boom” incontrolable y que se centra en determinado tipo de delitos y de violencia, como los delitos callejeros cometidos por los jóvenes más pobres, dejando en lugar secundario los llamados delitos de cuello blanco y la violencia institucional. El tema de la Seguridad Ciudadana, a diferencia de sus antepasados (la Doctrina de la Seguridad Nacional) o de sus parientes fuera de las fronteras (la Seguridad Hemisférica, la Seguridad Global) es un tema de gobernabilidad interna. Es difícil presentarse al mundo como una zona segura para la inversión y el crecimiento cuando la violencia delictual se descontrola, cuando las ciudades se vuelven locas, cuando las encuestas de Naciones Unidas muestran a América Latina como un territorio peligroso y las guías turísticas indican a los viajeros que no se alejen de los hoteles ni porten sus pertenencias de valor. Y cuando nosotros, los ciudadanos, empezamos a ser convencidos una y otra vez que los asaltos, robos y homicidios son uno de los problemas más graves de nuestra cotidianeidad: peor que la violencia institucional, que la corrupción, que la miseria, que la contaminación del aire, la comida y el agua. Y cuando se nos convence, además, que el problema es nuevo, y que antes no vivíamos de esta manera.

El papel pendiente de los cientistas sociales en estos temas es enorme. Es muy poco lo que sabemos de cómo, en la particularidad de nuestra historia reciente, los delincuentes --esos aparentes “antisociales”-- han sido parte activa de nuestra sociedad. Es muy poco lo que sabemos también de cómo quienes trabajan directamente con ellos han intentado hacer su trabajo, y con qué recursos, y bajo qué formación y apoyo de la ciudadanía. Es muy poco también lo que hemos reflexionado acerca de cómo enfrentar eficientemente el tema del delito... más allá de fruncir nuestros ilustrados ceños frente a las políticas crudamente represivas y los desmadres de la prensa sensacionalista. La respuesta no sólo crítica, sino también propositiva y viable ante la marejada de la instalación neoliberal aquí también está pendiente.

1. El “nuevo” delito | 2. Los nuevos conceptos: la Seguridad como un estado de la sociedad | 3. El comportamiento histórico de la seguridad ciudadana como tema de debate en la sociedad chilena | 4. La seguridad revisitada: la perspectiva global y la turbulencia local de los enfoques actuales | Bibliografía | Notas | Versión de impresión

 




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